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CAPITULO VI
LA SUPREMACIA DE LA ARISTOCRACIA MILITAR(1081 - 1204)1.
LA RECUPERACION DEL IMPERIO
BIZANTINO: ALEJO I COMNENO
El balance exterior del triste período
que media entre la muerte de Basilio II y el ascenso al trono de Alejo Comneno,
está marcado por la completa ruina de la supremacía bizantina en Asia, la
pérdida definitiva de los territorios italianos y el fuerte retroceso de la
autoridad bizantina en la Península Balcánica. Su balance en política interior
se caracterizaba por una grave paralización del poder central, una profunda
miseria económica, la devaluación de la moneda y la desintegración del sistema
económico-social del Imperio Bizantino medio. Alejo I (1081-1118) tuvo que
apoyar su obra restauradora sobre nuevas bases y nuevos factores sostendrían
los pilares del Estado erigido por él.
Su obra de restauración, sin embargo,
tan sólo pudo tener un éxito superficial y no duradero. También en la Alta Edad
Media, durante los reinados de Heraclio y León III, Bizancio parecía
encontrarse al borde del abismo. Pero en aquel entonces el Imperio poseía una
fuerza interior inagotada que hacía posible una
recuperación de gran empuje, y, por encima de todas las tempestades, pudo
salvar su núcleo vital, Asia Menor. De esta forma no sólo se pudo recuperar
sino también reconquistar paulatinamente su hegemonía en toda el área del
Mediterráneo Oriental —tanto en tierra como en el mar. Pero ahora el Imperio
estaba agotado por dentro ya que el sistema sobre el cual había apoyado su
fuerza durante los siglos anteriores, se había hundido, y —justamente por esta
razón— se le había escapado la base principal de su poder, Asia Menor, casi sin
ofrecer resistencia. Ahora la obra de restauración realizada por los Comnenos
quedaba sobre todo restringida al área de la Costa y fue precisamente durante
el Imperio de los Comnenos cuando Bizancio perdió su hegemonía marítima. Esta,
tanto en el orden comercial como en el estratégico, pasó a las
ciudades-repúblicas italianas y éste es, en términos de historia mundial, el
cambio más importante que se operó en esta época; es un cambio que muestra
nítidamente la supremacía de las fuerzas emergentes de Occidente y que culmina
con la catástrofe bizantina de 1204. La posición de gran potencia que tuvo el
Imperio Comneno, carecía de estabilidad interior y, por ello, los éxitos
alcanzados por la hábil política de la dinastía Comneno, por impresionantes que
fueran, no tuvieron un efecto duradero.
En efecto, la política de Alejo Comneno,
ya desde sus primeros pasos, es testimonio de su extraordinaria habilidad. La
tarea a la que se enfrentaba era inmensamente difícil: debía levantar un
Imperio que había perdido su fuerza interior y su poder defensivo, y, esto,
hacerlo cercado por activos enemigos que marchaban contra él —normandos,
pechenegos y selyúcidas. Por el momento se vio obligado a aceptar el hecho de
que Asia Menor estuviera en su totalidad bajo el dominio turco. No pudo hacer
otra cosa que conceder posteriormente a Solimán el territorio perdido en
calidad de zona de asentamiento, para, así, salvaguardar, al menos formalmente,
los derechos de soberanía de Bizancio y crear la ficción de que Asia Menor no
se encontraba bajo el dominio de una potencia soberana, sino, al igual que los
pechenegos en la Península Balcánica, había sido entregada a federados del
Imperio que tenían el territorio con el consentimiento del Emperador. Alejo I
tuvo que concentrar todas sus fuerzas en la lucha contra los normandos, pues
después de haber conquistado el territorio bizantino de Italia Meridional,
Roberto Guiscardo atacó también la costa oriental del Adriático. La meta final
del normando era nada menos que la diadema imperial de Bizancio; su meta más
cercana era la conquista de Dirraquio con la cual se abriría el camino hacia
Constantinopla. Sin suficientes tropas y sin dinero Alejo I tuvo que entrar
inmediatamente después de su subida al trono en una lucha en la que lo que
estaba en juego era la existencia misma del Imperio. Tuvieron que empeñarse
ornamentos sagrados de la Iglesia y con estos fondos el emperador logró reunir
un ejército que, como en las circunstancias era de esperar, estaba compuesto en
su mayoría por mercenarios extranjeros y en buena parte por normandos ingleses.
No se podía, sin embargo, soñar con emprender la lucha contando tan sólo con
las propias fuerzas. Alejo hizo todo lo posible para encontrar aliados contra
este enemigo superior entablando negociaciones tanto con Gregorio VII como
también con Enrique IV y asegurándose la ayuda de Venecia.
Entonces aparece ya claramente el factor
que a partir de entonces sería el móvil de la política militar y diplomática
veneciana: la república marítima tenía que asegurarse a cualquier precio
libertad de acción en el Adriático y para ello tenía indefectiblemente que
tratar de impedir el establecimiento de una potencia en las dos riberas del mar
Adriático. En consecuencia, Roberto Guiscardo era, para Venecia en aquel
momento, el enemigo y Bizancio el aliado natural. Por su parte, para Bizancio
era particularmente importante el apoyo de la república caracterizada por su
capacidad naval puesto que la flota bizantina había decaído aún más que el
ejército y el Imperio estaba completamente indefenso en el mar.
Venecia, de hecho, ocasionó una grave
derrota a la armada normanda, y así se rompió por el lado del mar el bloqueo
impuesto a la ciudad de Dirraquio. En tierra, sin embargo, el sitio se mantuvo
y una victoria de Roberto Guiscardo sobre el ejército imperial (en el mes de
octubre de 1081) hizo que la ciudad cayera en sus manos. Así, pues, Guiscardo
había logrado abrir la puerta hacia Bizancio, y tras ello las hueste normandas
penetraron profundamente en el territorio del Imperio atravesando Epiro,
Macedonia y Tesalia y poniendo sitio a Larissa. Roberto Guiscardo, sin embargo,
tuvo que abandonar el escenario de batalla ya en la primavera de 1082, y
traspasar el mando a su hijo Bohemundo, a causa de un levantamiento promovido
por los partidarios del Imperio en la Italia del Sur. La resistencia bizantina
fue ganando fuerza paulatinamente y con el ejército imperial presionándoles los
normandos emprendieron la retirada. Entretanto los aliados venecianos
recuperaron Dirraquio. Roberto Guiscardo, por su parte, logró sofocar la
rebelión y reanudar la lucha contra Bizancio, pero a principios de 1085 murió
víctima de una epidemia. Los disturbios que después de su muerte estallaron en
la Italia del Sur liberaron a Bizancio por largo tiempo del peligro normando.
Venecia se hizo pagar un precio muy alto
por la ayuda prestada. Mediante un tratado firmado en mayo de 1082, el Dogo de
Venecia recibió para sí y sus sucesores el título de Protosebastos,
dotado con la correspondiente pensión anual, y el Patriarca de Grado la
dignidad de Hypertinios; la iglesia de
Venecia, por su parte, recibiría una ofrenda anual de 20 libras de oro. Pero,
por encima de todo, la república marítima recibía extraordinarias ventajas para
su comercio. Los venecianos de ahora en adelante podían comerciar libremente
con todo tipo de mercancías en cualquier región del Imperio Bizantino,
incluyendo la misma Constantinopla, sin tener que pagar tributo alguno; esto
suponía una fortísima ventaja frente a los comerciantes bizantinos. Además se
les concedió varias tiendas en Constantinopla y tres embarcaderos para la
travesía a Gálata. Con ello se había colocado la piedra angular del poderío
colonial de Venecia en Oriente y al mismo tiempo se había abierto una profunda
brecha en el sistema comercial del Estado bizantino. El que Venecia siguiera
reconociendo la superioridad del emperador bizantino no cambiaba esto en nada.
Ya no se podría desvincular a la república italiana como factor político en la
evolución de Bizancio.
En la guerra bizantino-normanda jugaron
un papel especial los vecinos países eslavos a quienes afectaba vitalmente la lucha
de las grandes potencias por la hegemonía en los Balcanes. Tanto Dubrovnik como
las otras ciudades de Dalmacia y probablemente la propia Croacia se pasaron al
bando normando. El rey Constantino Bodin de Zeta, después de dudar bastante
tiempo, se puso del lado del emperador. Durante la batalla decisiva de
Dirraquio, sin embargo, se mantuvo apartado con sus tropas, contribuyendo de
esta manera a la derrota de los bizantinos. Además aprovechó las subsiguientes
hostilidades entre el Imperio Bizantino y los normandos, así como las que aquél
mantuvo con los pechenegos para extender sus dominios hasta Rascia y Bosnia.
Desde Rascia empezó a atacar el territorio bizantino; de esta forma se había
preparado el traspaso del centro de gravedad de Zeta a Rascia.
Apenas eliminado el peligro normando, el
emperador bizantino tuvo que marchar a la guerra contra los pechenegos. La
amenaza pechenega, que en los pasados decenios había
pendido sobre el Imperio cual espada de Dámocles,
sufrió ahora un recrudecimiento debido al apoyo que los bogomilos prestaban en el este de la Península Balcánica al avance de los pechenegos. La
crisis alcanzó su cénit cuando en el año 1090, después de largos combates con
variada suerte, los pechenegos llegaron hasta las murallas de la capital
bizantina. No suficiente con esto, Constantinopla fue atacada al mismo tiempo
por mar. Tzachas, emir de Esmirna, uno de los que se
habían repartido la herencia de Solimán (+ 1085), se alió con los pechenegos y
avanzó con su flota contra Constantinopla. Tzachas había estado prisionero hacía tiempo en la corte de Nicéforo Botaniates, estaba
bien familiarizado con los métodos bizantinos de guerra y consideraba
acertadamente que el golpe decisivo contra la ciudad imperial debía ser dado
desde el mar. En 1090/91, Constantinopla, sitiada por tierra y por mar, vivió
un invierno de miseria y angustia. Otra vez la salvación tan sólo podía venir
desde el extranjero. Alejo echó mano del instrumento eficaz aunque no
desprovisto de peligro que era la política bizantina frente a los bárbaros,
solicitando la ayuda de los cumanos contra los pechenegos. Los cumanos, que
seguían en las estepas del sur de Rusia los pasos de pechenegos y uzos, eran,
al igual que éstos, pueblo de nómadas y eran también un pueblo turco, si no por
su origen étnico, sí por su lengua. En las manos de los caudillos de este
pueblo guerrero puso entonces el emperador Alejo el destino del Imperio. Los
cumanos, tan ansiosamente esperados, pisaron territorio del Imperio en la
primavera de 1091, y el 29 de abril, al pie de los montes Levounion,
las fuerzas conjuntas bizantinas y cumanas derrotaron en una batalla
increíblemente cruenta a los pechenegos que fueron masacrados. La enorme
impresión que esta masacre produjo en los contemporáneos se refleja en la
afirmación de Ana Comneno: «Un pueblo entero, que se contaba por miríadas, fue
aniquilado en un solo día». Quedaba roto el cerco que había encerrado a
Constantinopla. Tzachas, cuyos planes habían
fracasado con la batalla de Levounion, sufrió una
derrota y fue luego puesto fuera de combate por una nueva obra maestra de la
diplomacia del emperador. De la misma forma que había movilizado a los cumanos
contra los pechenegos, ahora supo enfrentar al emir de Nicea Abul Kasim—hijo político de Tzachas—con
éste, aliándose primero con él y luego con su sucesor Kilij-Arslan,
hijo de Solimán.
La liberación de Constantinopla hizo
posible un ataque contra los serbios, y en especial contra el Zupán de Rascia, Vukan, que
estaba conturbando la región con sus constantes incursiones. En 1094 el
emperador tuvo, sin embargo, que interrumpir la campaña y contentarse con la
aparente sumisión de Vukan, ya que sus aliados de
antaño, los cumanos, habían irrumpido en el territorio del Imperio y habían
llegado, saqueando, hasta las cercanías de Adrianópolis. A su cabeza marchaba
un pretendiente al trono bizantino que se hacía pasar por Constantino Diógenes,
hijo del emperador Romano IV, y reclamaba para sí el trono imperial. En éste
radicaba al mismo tiempo un elemento particularmente peligroso y también el
débil carácter de la empresa, ya que una vez atrapado el pretendiente por medio
de un ardid, el ejército imperial pudo dispersar a los cumanos, ahora
desprovistos de su jefe.
En la parte europea del Imperio se
habían superado los peligros más graves. En el este la situación parecía estar
igualmente aclarándose pues el desmembramiento del sultanato del Rum y las constantes luchas entre los emires parecían hacer
factible la reconquista de Asia Menor. Pero en el justo momento en que Alejo I
hubiera podido dedicarse a esta tarea, se produjo un acontecimiento que
desbarató todos sus planes y enfrentó al Imperio a dificultades nuevas y
complejas: se acercaban los cruzados. La idea de Cruzada daba una nueva forma
de expresión a la aspiración del fortalecido Papado de irradiar su poder sobre
el oriente cristiano. El llamamiento de Urbano II en el concilio de Clermont
encontró un enorme eco debido al fervor religioso que se había apoderado de
Occidente desde la reforma cluniacense; despertó la añoranza de la Tierra
Santa, cuya atracción y cuyos problemas —desde la toma de Jerusalén por los
selyúcidas en el año 1077— eran bien conocidos por la cristiandad occidental a
través de las cada vez más frecuentes peregrinaciones; arrastró a los señores feudales
con deseos de aventuras y ávidos de tierras, y también a las masas populares
occidentales, agobiadas por la miseria económica y llenas de fervor religioso.
La idea de una Cruzada en el sentido occidental le era, sin embargo,
completamente ajena al Imperio Bizantino. Allí la lucha contra los infieles no
era nada nuevo. Siendo una dura necesidad de Estado, hacía tiempo que había
pasado a ser algo natural para los bizantinos, y la liberación de la Tierra
Santa les parecía un deber de su Estado y no un asunto que concerniese a la
cristiandad entera, puesto que era un antiguo territorio bizantino. Además, la
época posterior a la separación de las Iglesias no parecía ni mucho menos
presentar las condiciones idóneas necesarias para emprender acciones conjuntas
con Occidente. De Occidente se esperaba recibir mercenarios y no cruzados.
El emperador bizantino había reclutado,
en efecto, tal como lo había hecho en otras ocasiones, tropas auxiliares en
Occidente en los años difíciles cuando amenazaba el peligro de los pechenegos y
cumanos; por ejemplo, había enviado una carta al conde Roberto de Flandes, que le había visitado a fines del año 1089
o principios del 1090 en el curso de una peregrinación; éste le había prestado
pleito-homenaje y le había prometido enviar 500 caballeros flamencos. En el
fondo, también perseguían el mismo fin sus peticiones de auxilio a Roma y las
negociaciones de unión que mantenía con Urbano II El curso que tomaban ahora
los acontecimientos no era ni deseado ni esperado. Vio acercarse a los cruzados
en un momento en el que precisamente acababa de producirse una mejora decisiva
en la situación de su Imperio y cuando él mismo podía ocuparse de iniciar la
campaña en Asia. Los cruzados parecían usurpar su posición de protector de la
Cristiandad de Oriente y el Imperio que él había liberado de los peligros más
apremiantes a lo largo de quince años de lucha defensiva sumamente dificultosa,
se había precipitado en un abismo de nuevas e incalculables dificultades. Aun
cuando nadie podía sospechar entonces que la Guerra Santa de Occidente contra
los infieles, con el paso del tiempo, se convertiría en una campaña de
destrucción contra el Bizancio cismático, desde el principio se observó a los
hermanos occidentales con la más profunda desconfianza. A menudo se creyó, ya
entonces, que se estaba produciendo una nueva invasión enemiga, y el
comportamiento de los cruzados parecía justificar esta sospecha.
El preludio fue la aparición del
personaje conocido como el ermitaño Pedro de Amiens. A éste le seguía una turba
de la más variada procedencia; ya al pasar por Hungría y los países balcánicos,
las masas indisciplinadas y mal abastecidas se habían entregado a saqueos tan
salvajes que en repetidas ocasiones hubo que hacerles frente con las armas.
Ante Constantinopla, a la que llegaron el 1 de agosto de 1096, reanudaron sus
saqueos, por lo que el emperador les hizo trasladar al otro lado del Bósforo.
Pero en Asia Menor la turba, armada deficientemente, fue masacrada por los turcos.
Tan sólo una pequeña parte logró huir a Constantinopla en los barcos que el
emperador bizantino había puesto a su disposición.
A partir de fines del año 1096 también
fueron llegando paulatinamente los grandes señores feudales con sus séquitos.
En Constantinopla se fue reuniendo la flor y nata de los caballeros de Europa
Occidental tales como el duque de Lorena, Godofredo de Bouillón;
el conde Raimundo de Toulouse; Hugo de Vermandois—hermano del rey de Francia—;
Roberto de Normandía—hermano del rey de Inglaterra e hijo de Guillermo el
Conquistador—; el hijo del ya mencionado Roberto de Flandes que llevaba el
mismo nombre, y el no menos importante príncipe normando Bohemundo, hijo de
Roberto Guiscardo. Alejo I intentó dar a esta empresa una orientación aceptable
para él y para su Estado, pues ésta había desbaratado sus planes y podía llegar
a ser un peligro para el Imperio Bizantino. Con este fin exigió a los cruzados
le prestasen, conforme a la usanza occidental, pleito-homenaje y le fuesen
cedidas todas las ciudades reconquistadas que en otro tiempo hubiesen
pertenecido al Imperio Bizantino. Por su parte, el emperador prometía apoyar a
los cruzados proporcionándoles alimentos y pertrechos y les informaba que él
mismo iba a tomar la cruz y a ponerse a la cabeza de todos los cruzados con la
totalidad de su ejército. Con la excepción de Raimundo de Toulouse, todos los
jefes del ejército cruzado terminaron por aceptar—y tras negociaciones largas y
dificultosas, también Godofredo de Bouillón—las
exigencias del emperador. Sobre esta base, a principios del 1097 se concertaron
pactos individualmente con los distintos jefes, entre otros también con
Bohemundo, quien no solamente estuvo dispuesto a dar todas las promesas
exigidas, sino que también intentó influir en el sentido del emperador sobre Raimundo
de Toulouse; además le ofreció sus servicios para el puesto de doméstico
imperial de Oriente. Las tropas normandas, sin embargo, ya habían llegado
mientras tanto a Asia Menor bajo el mando de su sobrino Tancredo, quien, de
esta manera, se había librado de prestar el juramento. De hecho, para
Bohemundo, la Cruzada suponía, en realidad, tan sólo una oportunidad para
reanudar los planes de conquista de su padre.
El primer éxito importante de la Cruzada
fue la toma de Nicea (en el mes de junio de 1097). Conforme a lo pactado, la
ciudad fue entregada al emperador bizantino y ocupada por una guarnición
bizantina. Alejo I se apresuró a explotar este éxito. Sus tropas ocuparon
Esmirna, Efeso y Sardes, así como un conjunto de
ciudades ubicadas en la antigua Lidia, de manera que quedaba restablecida la
soberanía bizantina en la parte occidental de Asia Menor. Los cruzados que,
tras la toma de Nicea, habían tenido una nueva entrevista con el emperador en Pelekanon y habían renovado los juramentos prestados, avanzaron,
en compañía de un cuerpo del ejército bizantino, a lo largo del viejo camino
real que pasaba por Dorilea, Ikonium,
Cesárea y Germanicea, hasta Antioquía. Las buenas
relaciones entre los cruzados y el emperador bizantino duraron hasta llegar
ante Antioquía, a pesar de que Balduino—hermano de Godofredo de Bouillón—y Tancredo—sobrino de Bohemundo— se habían
desviado hacia Cilicia y se disputaban la posesión de las ciudades cilicias que, conforme a lo pactado, debían ceder al
emperador bizantino; el fin de la disputa se produjo cuando Balduino penetró a
la región del norte de Mesopotamia fundando su propio principado con centro en
Edesa. La toma de Antioquía (3 de junio de 1098), nuevo gran éxito de los
cruzados, puso fin al acuerdo existente entre los cruzados y el emperador
bizantino y profundizó las disensiones existentes entre los mismos cruzados.
Estalló una agria disputa entre Raimundo de Toulouse y Bohemundo por la
posesión de la capital siria. El astuto normando ganó la partida y se
estableció como príncipe independiente en Antioquía. Todas las protestas del
emperador fueron en vano; mientras Bohemundo se quedaba allí, los demás
caballeros cruzados emprendieron el camino hacia Jerusalén sin esperar la
llegada del emperador, a pesar de que éste les había enviado un mensajero por
el que les informaba de que a cambio de la cesión de Antioquía—conforme a su
anterior promesa— estaba dispuesto a seguir participando en la Cruzada; tampoco
tuvo ningún efecto el que entonces también Raimundo de Toulouse se declarase a
favor de la entrega de Antioquía a Bizancio. Hubo un acercamiento entre el
frustrado conde de Toulouse y el emperador bizantino, y mientras los cruzados
—que sí habían prestado juramento a Alejo—estaban fundando sus propios
principados, Raimundo—que se había negado a hacerlo—después
de haber conquistado varias ciudades de la costa siria, las entregó al emperador. Las buenas relaciones entre Raimundo y el emperador Alejo se
estrecharon aún más después de la conquista de Jerusalén (15 de julio de 1099),
debido a que Raimundo, que había sido el verdadero jefe de la Cruzada desde la
toma de Antioquía, había sido, una vez más, postergado, mientras que en su
lugar Godofredo de Bouillón se ponía a la cabeza del
nuevo reino como «Protector del Santo Sepulcro».
Por el momento, Bizancio podía aceptar
la constitución del reino de Jerusalén en la lejana Palestina, pero no así el
establecimiento de Bohemundo en Antioquía. El principado normando en Siria
afectaba directamente a los intereses vitales del Imperio Bizantino, sobre todo
dado que Bohemundo ahora ya no disimulaba su enemistad hacia Bizancio y en el
año 1099 abría las hostilidades. Tenía, sin embargo, que luchar al mismo tiempo
también contra los turcos, para los que el principado normando en Antioquía era
una espina en el ojo, y este hecho facilitó considerablemente la tarea del
emperador bizantino. En 1101, Bohemundo cayó prisionero del emir de la casa de
los Danishmendíes, Malik Ghazi,
aunque los cruzados pagaron su rescate y pudo volver a Antioquía. Pero en 1104,
los turcos infringieron a los latinos una aplastante derrota cerca de Harrán y las tropas imperiales lograron apoderarse después
de las importantes plazas fortificadas de Tarso, Adana y Mamistra en Cilicia, mientras la armada bizantina tomaba Laodicea y las demás ciudades costeras hasta Trípoli.
Bohemundo tuvo que reconocer que la
lucha simultánea contra turcos y bizantinos sobrepasaba sus fuerzas. Dejando a
Tancredo en Antioquía, marchó a Occidente para preparar una gran campaña contra
Bizancio. En su viaje proselitista por Italia y Francia, Bohemundo contribuyó
más que cualquier otra persona a que surgiera la leyenda de la traición a los
cruzados por parte del emperador bizantino. Tomó de nuevo el programa y también
el plan de guerra de su padre desembarcando con un gran ejército cerca de Avlona en octubre de 1107 y marchando desde allí contra
Dirraquio. Tal como había sucedido veinticinco años antes, normandos y
bizantinos volvían a enfrentarse ante los muros de Dirraquio. Cuán diferente,
sin embargo, era ahora la situación del emperador bizantino: la lucha terminó
con una victoria bizantina y con la sumisión total de Bohemundo. En el tratado
de 1108 prometió, arrepentido, guardar fidelidad al emperador y prestar en su
calidad de vasallo ayuda contra todos los enemigos del Imperio, quedándole el
principado de Antioquía como feudo imperial. En cambio, Tancredo, como era de
esperar, se negó a aceptar el tratado, y después de la pronta muerte de
Bohemundo, quedó como único señor de Antioquía, El intento del emperador
bizantino de atacarle aliándose con los demás jefes cruzados no logró
realizarse. Alejo I ya no se sentía entonces con ánimo para volver a luchar
contra el rebelde principado normando y prefirió dedicar sus últimos años a
combatir a los turcos en Asia Menor.
Así fue como el tratado de 1108 no tuvo,
por el momento, ningún efecto inmediato aunque mantuvo su importancia como
precedente para los reinados posteriores. Además, la victoria alcanzada en la
costa oriental del Adriático sobre Bohemundo trajo consigo una valiosa
consolidación de la posición bizantina en la Península Balcánica, donde la
muerte de Constantino Bodin (después de 1101) fue seguida de una cierta
distensión. La cohesión de los países serbios sufrió una debilitación aprovechada
por el emperador bizantino, el cual incitó al separatismo de los diferentes
jefes serbios y explotó la rivalidad entre Zeta y Rascia, colocando en el trono
de Rascia su candidato y utilizándolo contra las ambiciones de Rascia. Como
nuevo factor de poder en la Península Balcánica surgió, sin embargo, Hungría
que, a principios del siglo XII sometía Croacia y Dalmacia. El nuevo peso que
Hungría había adquirido en la política bizantina se refleja en el hecho de que
el emperador Alejo casara a su hijo y heredero, Juan, con una princesa húngara.
Fue inevitable, sin embargo, el estallido de una guerra entre ambos poderes por
la hegemonía en la Península Balcánica y por la posición en el Adriático, y
durante los decenios subsiguientes Hungría se convirtió en uno de los
principales enemigos del Imperio Bizantino.
Alejo Comneno, después de combatir sin
pausa durante casi cuatro decenios, había restablecido el poder del Imperio
Bizantino en un grado considerable. En cada una de sus etapas esta lucha es
testimonio de su magnitud como estadista y de la habilidad diplomática
excepcional del Comneno. Supo aprovechar la rivalidad existente entre Venecia y
Roberto Guiscardo, entre Tzachas y los emires
rivales; venció a los pechenegos con la ayuda de los cumanos, se sirvió contra
los turcos del apoyo de los cruzados, y de los turcos contra los Estados
cruzados. Pero además de aprovechar hábilmente las fuerzas ajenas, supo emplear
también sus propias fuerzas en un grado creciente. De guerra en guerra y de año
en año se observa el crecimiento de las fuerzas armadas del Estado bizantino.
No existía una armada bizantina durante la lucha contra Roberto Guiscardo, pero
en la guerra contra Tzachas, y especialmente en la
llevada a cabo contra Bohemundo, la flota bizantina intervino con éxito. Las
derrotas sufridas durante la primera etapa fueron resarcidas por las campañas
victoriosas contra cumanos y selyúcidas, y claramente se muestra el
fortalecimiento de las tropas bizantinas si se comparan las dos ocasiones en
las que se luchó en la costa oriental del Adriático contra los normandos. Alejo
I no solamente extendió las fronteras del Imperio, sino que también fortaleció
al Imperio en su interior y le devolvió su capacidad defensiva. No se debe
olvidar, sin embargo, que el sistema de gobierno construido por él fue muy
diferente del riguroso orden estatal del período medio del Imperio. Los
fenómenos más graves del siglo XI, tales como el arrendamiento de los tributos,
el otorgamiento de derechos de inmunidad a señores feudales eclesiásticos y
laicos, la devaluación de la moneda, persistieron e incluso se acrecentaron. A
ello se unió un actor nuevo: la penetración de las repúblicas marítimas
italianas en el comercio bizantino. A partir de 1082, Venecia se volvió todopoderosa
en aguas bizantinas, y, a través de un tratado celebrado en el mes de octubre
de 111, Alejo I concedió también a Pisa importantes privilegios comerciales.
La modificación del sistema de títulos
cortesanos que fue efectuada por Alejo I, y que igualmente está relacionada con
la evolución de la época anterior es una clara expresión del debilitamiento del
orden estatal burocrático de Bizancio. A causa de las generosas concesiones de
títulos hechas durante la época de gobierno de la nobleza de funcionarios, los
antiguos títulos habían perdido su valor y hubo que crear nuevas dignidades
para personalidades de rango. Los títulos de patricio, protospatario y candidato a spatario que en el siglo X poseían
funcionarios de importancia, ya no tenían mucho valor y a fines del siglo XI
principios del siglo XII cayeron en desuso definitivamente. Tan sólo las tres
dignidades más altas de la época bizantina media —césar, nobilíssimus y curopalates— sobrevivieron a esta curiosa inflación
de títulos, pero también éstos perdieron algo de su valor original. Para su
hermano Isaac, Alejo I creó el nuevo título de sebastocrátor (compuesto de sebastos y autocrator),
al que se dio preferencia sobre el título de césar. Luego pudo sin problemas
cumplir con la promesa dada al pretendiente al trono, Nicéforo Meliseno y otorgarle el título de césar, que ahora era una
mera distinción honorífica, elevada, pero no la más alta. A medida que los
viejos títulos de los funcionarios fueron desapareciendo, los funcionarios de
cierta categoría recibieron títulos que anteriormente se consideraban
distintivos del emperador o que quedaban reservados para los miembros jóvenes
de la casa imperial; pues resultaba que la combinación de los diferentes
títulos y predicados permitía cada vez más nuevas posibilidades de
superlativos: sebastos, protosebastos, panhypersebastos; sebastohypertatos, pansebastohypertatos, protosebastohypertatos, entimohypertatos, panentimohypertatos, pro-topanhypertatos; nobilissimus, protonobilissimus, protonobilissimushypertatos,
etc. Esta modificación del sistema de títulos mostraba de forma simbólica el
profundo cambio que se había ido operando en el sistema estatal de Bizancio a
partir del siglo XI: al mismo tiempo que el riguroso centralismo burocrático,
muere igualmente el severo sistema jerárquico de la época bizantina media.
Asimismo, es un fenómeno típico de esta
devaluación de títulos el hecho de que entre las tres denominaciones que tenían
los gobernadores generales de los themas hacia fines del siglo X, tan sólo la
más alta se conservara, de manera que durante la época de los Comnenos todos
los gobernadores de los themas portaron el título de Dux, mientras que la
expresión de catepanes se reservaba ahora para
los cargos subordinados al Dux y la vieja y venerable denominación de estrategos había desaparecido casi por completo, ya en el siglo XI. Este cambio resulta
particularmente característico por cuanto implicaba al mismo tiempo una
disminución de la importancia y también de la dimensión de los diferentes
themas. El título de Megas Dux fue distintivo, desde Alejo I hasta la caída del
Imperio, del Gran Almirante, a cuyo mando estaba la flota de guerra. Los dos
Domésticos de Oriente y Occidente, quienes desde la segunda mitad del siglo XI
solían ser conocidos como Gran Doméstico. Como supervisor de todas las
autoridades civiles apareció desde Alejo I el Gran Logoteta.
A este cargo se le unió la función de primer ministro del Mesazon.
La decadencia del ejército y la
apremiante necesidad financiera fueron los dos factores que caracterizaron a la
situación interior del Imperio Bizantino desde mediados del siglo XI; ambos
factores condicionaron igualmente en primer lugar la actividad en política
interior de Alejo I. Durante su gobierno, la devaluación de la moneda, que se había
iniciado aproximadamente a partir de mediados del siglo XI, siguió
practicándose en el más alto grado, de forma que, junto a la antigua moneda de
oro de valor completo, estaban circulando monedas nuevas de menor y, sobre
todo, de diferentes valores, Como es comprensible, esto creó una gran confusión
en la vida económica, aunque de ella provinieron ciertas ventajas para el fisco
que pagaba con dinero de menor calidad y exigía el pago de los impuestos en la
moneda de mejor calidad. Tal situación, sin embargo, no se podía mantener
durante largo tiempo y pronto el Estado se vio obligado a aceptar monedas
devaluadas. En primer lugar, el curso registró fluctuaciones extraordinarias,
los cobradores de impuestos efectuaban la conversión según su libre albedrío y
se enriquecieron de la forma más desvergonzada, hasta que el emperador ordenó
que un nomisma equivalía a 4 milaresia, con lo cual se reconocía oficialmente que
la moneda de oro bizantina mantenía solamente un tercio de su valor original.
En Bizancio, sin embargo, se agregaban a los impuestos principales una serie de
tributos adicionales que ascendían en su totalidad a aproximadamente el 23 por
100 de los principales. Si, entonces, para calcular el impuesto principal se
partía de la premisa de que la moneda de oro había perdido dos tercios de su
valor, los impuestos adicionales se calculaban inicialmente de acuerdo a la
fórmula antigua; cuando los contribuyentes se quejaron, el emperador ordenó que
se adoptase un camino intermedio y permitió la rebaja de los impuestos
adicionales a la mitad. Esto significaba un aumento de los tributos adicionales
en un 50 por 100, y en la práctica la ganancia del fisco se hacía aún mayor,
puesto que las sumas adicionales se calculaban tan sólo a partir de determinado
monto de los impuestos principales y, en cambio, debido a la pérdida de valor
de la moneda de oro, los montos nominales de los impuestos habían aumentado
proporcionalmente y por ello se podía gravar con el impuesto adicional al
contribuyente más pobre que anteriormente había quedado exento. De esta manera,
el emperador supo sacar sutilmente bastante provecho de la devaluación
monetaria.
La víctima fue el contribuyente, cuya
situación se volvió cada vez más difícil. Mucho más pesada que la carga
tributaria era la arbitrariedad de los funcionarios del fisco y de los
arrendadores de impuestos: las quejas que se oyeron fueron debidas más que a
los aumentos de los tributos a los abusos cometidos por sus cobradores. El
arrendamiento de impuestos parecía, en los inicios del siglo XII, un
procedimiento perfectamente normal y se adjudicaban a los arrendadores de
impuestos provincias enteras. No se veía nada extraordinario en que estos
arrendadores se comprometieran a cobrar el doble de impuestos. Por otra parte,
además de los impuestos cobrados en moneda se recaudaban muchas prestaciones en
especies y prestaciones «litúrgicas» que en esta época parecen haber sido
particularmente onerosas. La población proveía los materiales y también la mano
de obra en las construcciones de naves, fortalezas, puentes y carreteras.
Además tenía la obligación de facilitar alojamiento y manutención a los
funcionarios imperiales y a los soldados, debía prestar caballos y carruajes y
suministrar gratuitamente o a precios bajos todo tipo de víveres a las tropas
que pasaban. Esto significaba que el ejército era mantenido tan sólo en parte
por el Estado, mientras que la otra parte recaía directamente sobre la
población, y en aquel momento la parte que gravaba a ésta era particularmente
elevada. El Estado se vio forzado a tomar estas medidas debido a que mientras
que por un lado su fuerza financiera había decaído, por el otro se encontraba
ante la urgente necesidad de establecer una nueva fuerza militar y de contratar
también a un gran número de mercenarios. El ejército bizantino de esta época
estaba, en efecto, compuesto por una mezcla pintoresca de varegos,
rusos, pechenegos, cumanos, turcos, franceses, alemanes, ingleses, búlgaros, abasgos y alanos,
Junto a las tropas de mercenarios, el
ejército indígena volvió a cobrar, sin embargo, una importancia creciente. Los
pequeños propietarios, naturalmente, ya no podían ser el soporte del ejército,
puesto que los antiguos minifundios de soldados habían sido víctimas del
proceso de feudalización, y aunque los campesinos-soldados no hubiesen
desaparecido por completo, tan sólo jugaban ahora un papel subordinado. El
sistema militar bizantino se basó entonces en un sistema de vasallaje puramente
feudal y la fuerza que realmente lo sostenía era la gran posesión territorial
de los propietarios. El aprovechamiento del sistema de la pronoia con fines militares fue también, probablemente, la causa principal del
fortalecimiento del Imperio Bizantino durante el gobierno de la nobleza
militar representada por la dinastía Comneno. En efecto, las adjudicaciones de pronoia que se conocen de la época de los epígonos
de la dinastía macedónica y de la casa de Jos Ducas aún no tenían nada que ver
con los objetivos militares. Sin embargo, ya durante el reinado de Alejo I
Comneno el sistema de pronoia adquirió el
carácter militar que habría de conservar hasta la caída del Imperio. El
beneficiario de la pronoia fue obligado a
prestar servicio militar y, precisamente por esto, se le llamó generalmente
guerrero (stratiota). Era un soldado de a caballo, y
según el tamaño de su feudo (pronoia) estaba
acompañado por un número mayor o menor de soldados. Además se obligó a los demás
grandes propietarios—incluso a los eclesiásticos—a que proporcionaran, mediante
reclutamiento forzoso, soldados, aunque éstos podían ser simples guerreros de a
pie ligeramente armados
El feudo de pronoia no era la propiedad del pronoiario; tenía
carácter de inalienable y al menos en su origen era intransferible por
herencia. El poder estatal se reservaba el derecho de propiedad y el derecho
ilimitado de uso sobre los terrenos de la pronoia,
otorgando o quitando los feudos de pronoia a
discreción. Pero todo el tiempo—generalmente hasta el fin de sus días—en que el pronoiario poseyera las tierras a él
adjudicadas, y en la donación se incluía a los campesinos asentados en ellas,
era su señor y amo todopoderoso. Los pronoiarios y los stratiotas de la época bizantina media
pertenecían a dos mundos socialmente diferentes. Si los antiguos stratiotas constituían una milicia campesina, los pronoiarios, por su parte, si bien se llamaban
igualmente stratiotas, provenían de la aristocracia
feudal y sobre todo de la pequeña nobleza. Se trataba de señores feudales de
mayor o menor importancia cuyas tierras eran cultivadas por campesinos
dependientes. La adjudicación de pronoia significaba no solamente la transferencia de determinados bienes, sino también
la adjudicación de los campesinos asentados en estas tierras; éstos se
convertían sin más en paroikoi del pronoiario y tenían que rendirle sus tributos. En este
derecho de percibir tributos y demás ingresos provenientes de las tierras
radicaba la razón y el aliciente que la propiedad pronoiaria tenía para el beneficiario.
La gran importancia que adquirió a
partir de esta época el sistema de pronoia debido a
sus nuevos cometidos tuvo como consecuencia natural un aumento creciente de
las adjudicaciones de bienes de pronoia. Con ello se
aceleraba el proceso de feudalización en Bizancio, puesto que el sistema de pronoia era el fenómeno más destacado del feudalismo
bizantino. El sistema de pronoia también se difundió
extensamente en los países eslavos, donde jugó un papel importante en su
proceso de feudalización.
Durante el reinado de Alejo I igualmente
sufrió una transformación el sistema llamado de «charisticarios»
(transferencia de monasterios y tierras de monasterios a administradores
laicos). Esta práctica, que se difundió especialmente desde el siglo XI, tenía
como objetivo la mejora de la economía de los monasterios, pero a menudo
condujo a grandes abusos, por lo que una parte del clero se oponía a ella y en
repetidas ocasiones fue condenada por los sínodos. El que, a pesar de eso, su
práctica persistiese e incluso encontrase defensores en varios renombrados
príncipes de la Iglesia, probablemente se debió al hecho de que ofrecía una
válvula de escape para la economía monástica que se encontraba restringida por
el principio de la inalienabilidad del patrimonio eclesiástico. Pero mientras
que en épocas anteriores estas transferencias habían sido efectuadas por los
dignatarios eclesiásticos, ahora era el emperador mismo quien otorgaba las
tierras de la Iglesia como una especie de beneficio. Contrariamente a los
feudos de los pronoiarios, las posesiones «charisticarias» no ejercían funciones de derecho público;
por su parte, representaban para el Estado un medio barato de premiar a sus
servidores. También puede ser que el emperador se dejara llevar por su deseo de
limitar las propiedades de la Iglesia, que se habían expandido enormemente.
Como quiera que fuere, no es sorprendente que la concesión de monasterios
creara tensiones en los medios eclesiásticos.
Asimismo, Alejo I había chocado con una
fuerte oposición en los medios eclesiásticos cuando se vio obligado a echar
mano de los tesoros de la Iglesia durante las guerras contra normandos y
pechenegos; bajo la presión de sus oponentes, no solamente tuvo que prometer la
restitución de los tesoros sustraídos, sino que además, en 1082, tuvo que
promulgar un edicto en el cual, desautorizando su propio proceder, prohibía
para todo tiempo futuro la expropiación de bienes de la Iglesia. Esto no
impidió, sin embargo, que pocos años más tarde, cuando se enfrentó a nuevas
dificultades, volviese a recurrir a la confiscación de bienes eclesiásticos. A
pesar de disturbios pasajeros de este tipo, hubo entre el poder laico y el
eclesiástico una armonía y cooperación fundadas en la profunda comunidad de
intereses existente. El emperador y la Iglesia lucharon hombro a hombro contra
los movimientos heréticos que hicieron peligrar tanto la organización política
como la eclesiástica, y aquí el emperador llevó la iniciativa. La doctrina bogomila que había surgido antaño bajo la influencia de
herejías orientales en la parte eslava de los Balcanes, con el transcurso del
tiempo llegó a alcanzar gran difusión, encontrando también entre la población
bizantina y en la misma capital de Bizancio tantos adeptos que el emperador
estimó que era una tarea importante para el bien del Estado intervenir contra
la peligrosa herejía. El jefe bogomilo Basilio y sus
discípulos, que permanecieron fieles a sus creencias, murieron en la hoguera.
Como defensor de la ortodoxia, el
emperador tomó parte muy activa en el juicio seguido contra el «cónsul de los
filósofos» Juan Italos, quien era, al igual que su
gran antecesor Psellos, un ardiente admirador de
Platón y de los neoplatónicos y se interesaba igualmente por Aristóteles. Con
Juan Italos, la filosofía antigua, que desde los
tiempos de Psellos había sido dominante en la más
alta institución filosófica del Imperio, entró en conflicto con el dogma
cristiano. Juan Italos —menos hábil que Psellos— no logró mantenerse dentro de los límites trazados
por el dogma cristiano y tuvo que pagar su inclinación hacia «la absurda seudosabiduría de los paganos» con el destierro. Alejo I
defendió tanto la intangibilidad de la fe como la pureza de la vida cristiana,
dando su apoyo a los monasterios rigurosamente ascéticos del Monte Athos y
fomentando en particular la actividad del monje Cristódulo,
que había sobresalido como reformador de la vida monástica en la isla de
Patmos. Patmos, y también las islas vecinas, le fueron concedidas a perpetuidad
y, dotada con amplios derechos de inmunidad, llegó a ser una república monacal
similar a la de Athos.
Del mismo modo que el Imperio, también
la autoridad del emperador se consolidó durante el gobierno de Alejo Comneno.
En sus estructuras, sin embargo, el Imperio de los Comnenos fue muy diferente a
la rigurosa organización centralizada del Estado que existía en la época
bizantina media. La época de los Comnenos trajo consigo una profundización del
proceso de feudalización en el que las fuerzas feudales de las provincias
—precisamente el poder más enérgicamente combatido por los emperadores del
siglo X— se fueron convirtiendo en los verdaderos pilares del nuevo edificio
del Estado. A los factores más poderosos desde el punto de vista social que se
habían impuesto a pesar de la oposición del poder central de la época bizantina
media, les dio Alejo I un lugar preminente y sobre ellos fundamentó el sistema
estatal y militar. En ello radicaba el secreto de su éxito, pero a la vez
también sus limitaciones. Bizancio se había apartado definitivamente de sus
antiguas y sólidas bases; su fuerza militar y su poder económico y financiero
ya no eran los de antes. Pero se debe tener en cuenta para poder comprender por
qué la gloria de la época Comneno fue tan efímera y por qué el colapso del
Estado bizantino se encuentra al final de esta época.
Otro factor que contribuyó a la
profundización del proceso de feudalización fue el contacto con Occidente. El
destino quiso que Bizancio entrara en contacto más estrecho con el mundo
occidental después de haber sido disuelta la comunidad eclesiástica —y esto en
aquellos tiempos significaba simplemente la comunidad espiritual. Odio y desdén
fueron los sentimientos que bizantinos y occidentales sintieron los unos por
los otros, y con los contactos más estrechos estos sentimientos se fueron
profundizando. A pesar de ello, a partir de esta época comienza a manifestarse
la influencia de Occidente sobre Bizancio de las más diversas formas, tanto en
lo cultural como en lo político. La feudalización del Estado bizantino fue,
ciertamente, consecuencia de la evolución interna de Bizancio. El hecho de que
en el Cercano Oriente se hubieran constituido una serie de reinos latinos en
los que reinaba el feudalismo en su forma más pura no podía, sin embargo, dejar
de afectar a la evolución futura del Imperio. La relación en que entraron los
príncipes cruzados con el emperador Alejo I fue calcada sobre el modelo
occidental e introdujo en el mundo bizantino un nuevo principio. Pronto esta
relación de vasallaje se aplicó igualmente a las relaciones con otros príncipes
del área bizantina, llegando a convertirse en una parte sólidamente integrante
del sistema de Estado en la época bizantina tardía.
2.
Nuevo despliegue de poder y
primeros fracasos: Juan II y Manuel I
Uno de los resultados del
fortalecimiento de la autoridad imperial fue la constitución de la nueva
dinastía de los Comnenos. A pesar de la discordia que reinaba dentro de la
familia imperial y de las tenaces disputas en torno a la sucesión al trono que
envenenaron los últimos días y horas del emperador Alejo I, su sucesor en el
trono fue su hijo mayor Juan. Alejo I, en un primer momento, recién llegado al
poder supremo con el apoyo de los Ducas, había nombrado como su sucesor al
joven Constantino Ducas, hijo de Miguel VII, a quien comprometió con su hija
mayor Ana. Una vez nacido su primogénito Juan, sin embargo, transfirió a éste
el derecho de sucederle en el trono (1092). Con ello se había dado el paso
decisivo para la fundación de la dinastía Comneno, y cuando, poco después,
moría el joven Constantino Ducas todas las dificultades parecieron superarse.
Este arreglo, sin embargo, iba en contra del orgullo de la princesa Ana.
Después de la muerte prematura de su prometido había sido casada con Nicéforo Bryennios (1097), y ahora deseaba para éste el trono
imperial. El gran estadista y magnífico general que era Alejo siempre había
caído fácilmente bajo la influencia de las mujeres. En principio estuvo
fascinado por la emperatriz viuda María, que había sido la esposa de sus dos
predecesores y era la madre del heredero Constantino Ducas. Alejo sintió
verdadera pasión por esta bella e inteligente mujer y se mostró dispuesto a
sacrificar por ella a su esposa, Irene Ducas. La intervención enérgica del patriarca Cosmas le salvó, sin embargo, de dar este mal paso
político, al insistir en la coronación de Irene. Posteriormente, Ana Dalasena, madre del emperador, fue quien ganó una
influencia decisiva y actuó como regente durante su ausencia de Cons-tantinopla mientras él luchaba contra Roberto
Guiscardo. Finalmente, Irene, en un principio despreciada, llegó también a
ejercer una gran influencia sobre Alejo. En la cuestión de la sucesión al trono
tomó partido en contra de su hijo Juan y a favor de Ana, su hija preferida, y
del esposo de ésta, el César Nicéforo Briennios.
Madre e hija aunaron sus esfuerzos y acosaron al emperador para convencerle a
fin de que transfiriera los derechos de sucesión a Briennios.
Aun en su lecho de muerte, las dos mujeres le importunaron con sus ruegos y
súplicas. Aunque le faltara la decisión para negarse rotundamente, Alejo
procuró facilitarle la corona a su hijo y éste fue lo suficientemente hábil y
enérgico como para hacer valer sus derechos. Sin embargo, a causa de las intrigas
de su madre y hermana, la subida al trono del heredero legítimo tuvo la
apariencia de un golpe de Estado. Ana, en un primer momento, no pudo resignarse
a su suerte. Planeó un atentado contra su hermano y sólo cuando esta medida
extrema fracasó abandonó la partida y buscó consuelo en los estudios eruditos.
En su forzosa retirada en un monasterio escribió la historia de su padre, la Alexiada, que inmortalizara su nombre.
Según el juicio de sus contemporáneos y
descendientes, Juan II (1118-1143) fue el más grande de los Comnenos. Fue un
soberano en el que la inteligente prudencia se unía a una energía consecuente;
era, además, un hombre recto, de carácter firme y de una nobleza de
sentimientos que le hace sobresalir entre sus contemporáneos. Lleno de moderación,
peto firme e inflexible en la ejecución de sus objetivos, prosiguió la política
de su padre con perseverancia tenaz, nunca perdiendo de vista los límites de lo
posible.
El primer plano lo ocupaba la pugna
contra el principado normando de Antioquía, aunque también en Occidente surgían
problemas de importancia que exigirían la mayor atención. Desde Antioquía, la
trama se extendía hasta Sicilia y, por otra parte, el problema normando de
Sicilia y también el serbio en los Balcanes colocaban al Imperio en contacto
con otras potencias occidentales. En vano Juan II intentó romper los lazos que
ataban al Imperio a Venecia y que estrangulaban el comercio bizantino. La
república marítima no se dejó expulsar de la posición que el pacto de 1082 le
había concedido; la flota veneciana atacó las islas bizantinas en el Mar Egeo y
tras ello el emperador se vio forzado a confirmar plenamente los privilegios
venecianos mediante un nuevo pacto (1126).
Juan logró, por otra parte, obtener
éxitos importantes en los Balcanes. Después de la victoria sobre los
pechenegos, obtenida por Alejo I con la ayuda de los cumanos, el Imperio había
estado durante treinta años a salvo de sus invasiones y saqueos. Pero en 1122
una nueva horda de pechenegos cruzó el Danubio, saqueando v penetrando hasta
Macedonia y Tracia. Esta, sin embargo, sería la última invasión pechenega que sufriría Bizancio. La aplastante derrota que
Juan II (1122) les infringió liberó definitivamente al Imperio de esta plaga.
Numerosos prisioneros fueron asentados en el territorio del Imperio y nuevas
tropas de origen pechenego fueron incorporadas al
ejército bizantino. En adelante los pechenegos ya no representaron un factor de
poder en la política externa del Imperio Bizantino. En memoria de esta
victoria, el emperador introdujo una singular «fiesta pechenega»
que aún se seguiría celebrando a finales del siglo XII
Después de triunfar sobre los pechenegos,
Juan emprendió la campaña contra los serbios, que eran un foco de constantes
disturbios. Mientras que su padre había tenido que conformarse con éxitos
parciales, Juan obtuvo una victoria decisiva sobre el zhupán de Rascia y pudo retirarse con un rico botín y muchos prisioneros que hizo
asentar en Asia Menor. Los serbios tuvieron que reconocer los derechos de
soberanía de Bizancio. Sus aspiraciones de independencia siguieron, sin
embargo, manifestándose a través de frecuentes levantamientos que causaban bastantes
problemas al Imperio, especialmente dado que eran apoyados por los húngaros. El
fortalecimiento de Hungría como nuevo poder en los Balcanes y en el Adriático,
así como también la estrecha unión de Serbia con Hungría, determinaron desde
entonces y por varios decenios la evolución de la situación en los Balcanes.
Los lazos familiares entre el emperador y la dinastía húngara le dieron un
motivo para intervenir en los frecuentes conflictos que surgían por la sucesión
al trono húngaro y para apoyar a los distintos pretendientes al mismo. Esta
política, que permitió a Bizancio influir sobre la situación húngara,
contribuyó, sin embargo, igualmente a la agudización de las tensiones
húngaro-bizantinas. Esteban II (1114-1131), cuyo hermano cegado, Almos, había
encontrado acogida en Constantinopla, inició alrededor de 1128 la guerra contra
el Imperio. Los húngaros tomaron Belgrado y Branicevo y se introdujeron profundamente en territorio imperial, pero la superioridad
del emperador bizantino les obligó, sin embargo, a retirarse y a firmar la paz.
Hacia 1130 Juan pudo por fin dedicarse a
Oriente y reemprender la lucha que había iniciado en el momento de su ascensión
al trono, pero que había debido interrumpir por las complicaciones surgidas en
los Balcanes. El enemigo principal en Asia Menor no era en aquel entonces el
sultanato de Iconium, debilitado por disturbios
internos, sino el emirato danishmendí de Melitene. Tras su derrota en 1135, aún quedaba, sin
embargo, otro problema por solucionar antes de que el emperador pudiese
acometer su verdadero objetivo: el sometimiento de Antioquía. El camino hacia
Siria estaba cerrado por el principado de la Pequeña Armenia de Cilicia,
fundado por el príncipe armenio Rupén, quien
alrededor del 1071 se había asentado al pie del Tauro. El príncipe León,
descendiente de Rupén, desde 1129 --sostenido por los
príncipes que fundaron los Estados cruzados— se había apoderado de las
fortalezas más importantes de Cilicia y con ello había establecido una cuña
entre el territorio bizantino de Asia Menor y el principado de Antioquía. La
campaña de Juan II contra Cilicia en la primavera de 1137 se convirtió en una
marcha triunfal: las fortalezas de Tarso, Adana y Mamistra cayeron rápidamente una tras otra; el príncipe de la Pequeña Armenia intentó
ponerse a salvo huyendo, pero un año más tarde cayó en manos de los bizantinos
y fue trasladado junto con sus dos hijos como prisionero a Constantinopla. La
victoria sobre Cilicia abría el camino hacia Sitia, y ya en agosto de 1137 Juan
II llegaba a los muros de Antioquía. La ciudad se rindió después de un breve
asedio; su soberano Raimundo de Poitiers, yerno de Bohemundo II, juró fidelidad
al emperador e izó la bandera del Imperio en la muralla de la ciudad. Un año
más tarde, Juan regresaba a Siria y hacía su entrada solemne en la ciudad.
Mientras que el principado de Antioquía
era dominado por las armas, Juan optaba por usar en el caso del reino normando
de la Italia meridional medidas diplomáticas. Después de un período de
decadencia, el reino normando se acercaba a una nueva etapa de apogeo. Roger
II, quien había unido Sicilia y Apulia bajo su dominio, era coronado rey en
Palermo en la Navidad del año 1130. El auge del poder normando en la Italia del
Sur amenazaba tanto a Bizancio como a Alemania e hizo que los dos imperios se
acercaran el uno al otro. Juan II hizo un pacto contra la nueva gran potencia
normanda con Lotario y a su muerte con Conrado III. También Pisa se incorporó
al frente antinormando y en 1136 Juan confirmaba los
privilegios que su padre había concedido en aquel entonces a esta ciudad
comercial. Con ello ganó el respaldo que necesitaba para llevar a cabo su
activa política en Oriente, puesto que el problema de Antioquía aún no estaba
definitivamente solucionado. La relación con los Estados Cruzados fue
empeorando paulatinamente, y en 1142 el príncipe de Antioquía, apoyado por el
clero latino, se desentendió de los acuerdos realizados. El emperador decidió
llevar a cabo una nueva campaña contra Antioquía con la intención de que fuera
el preludio de una empresa de mayor envergadura. Parece que su intención era la
restauración del dominio bizantino también en Palestina. La muerte, sin
embargo, puso fin a sus planes. Herido durante una cacería por una flecha
envenenada, el emperador Juan II murió el 8 de abril de 1143. El auge del
prestigio del Estado bizantino, el fortalecimiento de su poder militar y una
amplia restauración del dominio bizantino en Oriente y en los Balcanes eran el
resultado de su política enérgica y clarividente.
Los dos hijos mayores de Juan II, Alejo
y Andrónico, ya habían muerto en 1142. Según la última voluntad del emperador,
la corona pasó a su cuarto y más pequeño hijo, Manuel. Manuel I (1143- 1180) se
reveló como un soberano brillante y polifacético. Era un general nato y un
valiente guerrero que en ningún momento evitaba el peligro personal;
sobresalió, sin embargo, por ser un diplomático ingenioso y un estadista de
ideas grandes y audaces. Era un auténtico bizantino, impregnado por la idea de
la universalidad del Imperio, y poseía la pasión bizantina por las discusiones
teológicas. Al mismo tiempo, sin embargo, su misma forma de ser era la de un
caballero a la manera occidental y con ello representaba a un nuevo tipo de
soberano dentro de la historia bizantina. En él se puede reconocer cuán profundamente
había sido influenciado el mundo bizantino por el contacto con los cruzados.
Amaba las costumbres occidentales y las imitaba en su corte. También sus dos
matrimonios con princesas occidentales contribuyeron a que la residencia
imperial de Bizancio adquiriese un nuevo aspecto. En el Palacio de los Comnenos
de Blaquerna reinaba una atmósfera de alegría y gozo
de vivir. Ya no predominaba aquella atractiva majestuosidad oriental que
anteriormente había rodeado a los emperadores bizantinos en el Gran Palacio del
Cuerno de Oro, sino una elegancia sutil y caballeresca de corte occidental. Se
organizaban torneos de caballeros —el emperador mismo tomaba parte en ellos—,
lo que para los bizantinos era un espectáculo desacostumbrado y extraño.
Extranjeros venidos de Occidente invadieron cada vez más la escena y fueron
investidos con altos cargos dentro del Imperio con gran despecho entre los
griegos.
Las inclinaciones personales de Manuel
influyeron indudablemente sobre su política. Su fogoso temperamento le empujaba
a correr riesgos que su padre había sabido evitar con inteligente prudencia.
Erróneamente, sin embargo, suele establecerse una oposición básica entre la
política orientada hacia Occidente de Manuel y la inclinación hacia Oriente de
su padre. En aquella época era menos posible que nunca separar los problemas de
Oriente de los de Occidente, y la evolución registrada bajo el mismo Juan II lo
muestra con toda claridad. Manuel reanudó la política de su padre, igual que
éste había reanudado la política de Alejo I. De igual manera que en el reinado
de Juan, también en el de Manuel el antagonismo bizantino-normando ocupó en un
momento inicial el primer plano; pero si Juan había afrontado el problema
normando desde una perspectiva antioquena y Manuel, por su parte, lo hacía
desde su faceta italiana, ello estuvo condicionado por los cambios acaecidos en
la situación política y por el nuevo equilibrio de poderes. La orientación
occidentalista de Manuel no fue un capricho personal, sino el destino que la
misma evolución de Occidente le imponía. Se iniciaba la época de una política
europea general cuyos hilos confluían en el área que rodeaba al Mar
Mediterráneo. Bizancio, en su calidad de poder mediterráneo, no podía
mantenerse al margen. El hecho de que tomase parte activa en esta política se
debió a su posición de gran potencia mediterránea, y el que la fuente de sus
pretensiones fuera la idea imperial se debía a su historia misma. Las
aspiraciones universalistas de Manuel eran una antiquísima aspiración del Imperio
Bizantino a la que tampoco Juan había sido extraño. Su programa ya había sido
bosquejado en todos sus rasgos fundamentales por el comedido y prudente Juan.
La voluntad política de ambos soberanos era idéntica. El fatídico error de
Manuel estuvo, sin embargo, en su apresuramiento y en que pasó del deseo a la
acción sin tener en cuenta la insuficiencia de los medios a su disposición.
Manuel intentó consolidar la alianza con
Alemania iniciada por su padre. Conforme había quedado acordado durante el
gobierno de Juan, el nuevo emperador se casó con la cuñada de Conrado III,
Bertha de Sulzbach. Pero la acción conjunta de los
dos soberanos contra el rey normando y, por tanto, el motivo principal de la
alianza fue desbaratada por ¡a Segunda Cruzada, en la cual participaron no
solamente el rey francés, sino también el rey alemán que se encontraba bajo la
influencia de los fogosos sermones de Bernardo de Clairvaux.
Al occidental Manuel, la Segunda Cruzada le resultó no menos inoportuna de lo
que en su tiempo había sido la Primera para su abuelo. Un éxito de los cruzados
supondría un fortalecimiento de los Estados latinos en Oriente y en especial
del principado de Antioquía, antiguo enemigo del Imperio Bizantino. Como quiera
que fuera, la partida de Conrado hacia Tierra Santa aisló al emperador
bizantino en Occidente y las controversias con los cruzados le privaron
definitivamente de su libertad para maniobrar frente al rey normando.
El paso de los cruzados por el
territorio del Imperio estuvo acompañado por los acostumbrados excesos y tuvo
un efecto sumamente negativo sobre la relación entre alemanes y bizantinos.
Parece que ni siquiera tuvo lugar una reunión personal entre Manuel y su
cuñado. La relación con el rey francés Luis VII, amigo de Roger II, adquirió
tintes aún más desagradables. En los círculos que rodeaban al rey francés se
jugó ya en aquel entonces con la idea de una toma de Constantinopla por el
ejército cruzado. Al igual que en su tiempo Alejo, ahora también Manuel hizo
todo lo posible por trasladar a los cruzados sin pérdida de tiempo a Asia Menor
y, como Alejo, también Manuel exigió que los cruzados le prestasen el juramento
de vasallaje y le cediesen los territorios a conquistar. Conrado III se decidió
a pasar a Asia Menor impulsado no tanto por las enérgicas exigencias de Manuel,
sino más bien a causa de la inminente llegada de los franceses. A su ejército,
sin embargo, Asia Menor le depararía un triste destino: en el primer encuentro
con las tropas del sultán de Ikonium sufrió una
derrota aplastante. Tras largas y desagradables negociaciones, también Luis VII
pasó a Asia Menor. Su ejército se unió a los restos de las fuerzas alemanas y,
abandonando la idea de una campaña contra Ikonium, se
dirigió hacia Attalia. La marcha a través del
accidentado terreno, acompañada por actos de violencia contra las poblaciones
del lugar, por querellas entre franceses y alemanes y por los choques entre
latinos y griegos, agotaron definitivamente las fuerzas cruzadas. Conrado III,
que había caído enfermo en el camino, abandonó al ejército cruzado en Efeso. También Luis VII y sus barones se embarcaron en Attalia para Siria, dejando perecer en la miseria a su
gente.
Al único a quien esta poco gloriosa Cruzada había beneficiado era —además de los turcos— al rey
normando Roger II. Mientras que Manuel tenía las manos atadas por las querellas
con los cruzados en Oriente, éste lanzó en otoño de 1147 un ataque directo
contra el Imperio Bizantino apoderándose de Corfú y ocupando Corinto y Tebas,
las ciudades más ricas de la Grecia de entonces, que eran importantes centros
de la industria bizantina de la seda. Ambas ciudades fueron saqueadas y los
hábiles tejedores de seda bizantinos llevados a Palermo, donde encontraron
ocupación en la naciente industria normanda de la seda. El fracaso de la
Cruzada tuvo, sin embargo, el efecto de permitir un nuevo acercamiento entre
Bizancio y Alemania. A su regreso de Asia Conrado III fue recibido con todos
los honores en Constantinopla y se comprometió a emprender una campaña contra
Roger II. También Venecia se unió a la coalición antinormanda y ayudó al emperador a reconquistar Corfú (1149). Las consecuencias de la
desafortunada Cruzada siguieron, sin embargo, teniendo repercusiones
beneficiosas para el rey normando y persistentes para el emperador bizantino y
su aliado alemán. El plan de una campaña bizantino-alemana en Italia fracasó
debido al eficaz contraataque diplomático de Roger II. Este se alió con el
duque güelfo, a quien apoyó en su lucha contra el poder de los Staufen, lo que obligó a Conrado a regresar rápidamente a
Alemania, donde de seguido le retuvieron las disputas internas. Al mismo tiempo
Roger apoyó a los húngaros y serbios contra el emperador bizantino, por lo que
Manuel, ya en el año 1149, tuvo que afrontar un levantamiento del zupán de Rascia; al poco tiempo se desencadenaba una guerra
contra Hungría que marcaba el inicio de una larga serie de luchas
bizantino-húngaras. Además, el rey francés Luis Vil era un aliado natural de
Roger II y, lleno de resentimientos contra el emperador bizantino, estaba
planeando una nueva Cruzada. Este plan encontró una buena acogida tanto en
Bernardo de Clairvaux como en el Papa Eugenio III,
quien intentó disuadir al rey alemán de la alianza con el Bizancio herético. De
esta manera se formó bajo la dirección de Roger II una fuerte coalición antibizantina. El plan de la Cruzada, que esta vez no
habría tenido otro sentido que el ataque franco-normando contra Bizancio,
fracasó, sin embargo, por la oposición de la caballería francesa; además
Conrado III se mantuvo fiel a su aliado. Los Estados europeos se encontraban
divididos en dos grandes bloques: por un lado estaban Bizancio, Alemania y
Venecia y del otro los normandos, los güelfos, Francia, Hungría y Serbia y en
el trasfondo también el Papado. Empezaba a configurarse un sistema de Estados
europeos con extensas ramificaciones que con el paso del tiempo experimentaría,
sin embargo, fuertes reagrupaciones y en cuyo círculo ingresarían también otras
potencias. La rivalidad existente entre Bizancio y Hungría se haría sentir
incluso en la lejana Rusia: ambas potencias intervinieron en las rivalidades
existentes entre los príncipes rusos, y mientras que Hungría, por su parte, se
aliaba con Iziaslav de Kiev, Bizancio lo hacía con los príncipes Jurij Dolgoruki de Susdal y Vladimirko de Galic. De otra parte, Manuel extendió sus contactos hasta
Inglaterra y durante los años setenta sostuvo activas relaciones con el rey
Enrique 1185.
Conrado III, una vez dominados los
güelfos, procedió a preparar su campaña italiana. Pero precisamente cuando se
iba a iniciar por fin la guerra bizantino-alemana contra los normandos moría el
emperador (1152). A pesar de repetidas negociaciones, Manuel nunca llegó a un
verdadero entendimiento con su sucesor Federico I Barbarroja. AI igual que para
Manuel, la idea imperial fue para Federico el fundamento de todos sus objetivos
políticos. El hecho de que en Occidente se empezase a conocer el derecho romano
de Justiniano consolidó también en aquella zona la conciencia de que el Imperio
era universal. Federico se oponía a las pretensiones bizantinas sobre Italia y
sentía recelo ante las aspiraciones universalistas de Manuel, al que
consideraba solamente un rey griego. La alianza entre Alemania y Bizancio se
convirtió en rivalidad entre los dos Imperios. Ambos reclamaban para sí con
exclusividad tanto la idea imperial como el ser depositarios de la herencia
romana. En ambos campos se manifestó, en lugar de una acción conjunta antinormanda, la intención de adelantarse al otro «aliado»
en Italia.
Manuel había logrado, temporalmente,
restablecer la tranquilidad en los Balcanes; también había cesado la guerra con
Hungría, mientras que en el trono de Kiev estaba instalado Jurij Dolgorukij, aliado de Bizancio. Además, el enemigo de
los bizantinos, Roger II, había muerto en 1154. Ahora era preciso iniciar la
ofensiva en Italia, ya fuera con el emperador alemán o sin él, y si era
necesario también contra él. En 1155 Manuel envió una flota a Ancona y desde
allí se fue preparando la gran empresa. Los mandatarios del emperador bizantino
lograron, con ayuda de vasallos normandos rebeldes, someter en un espacio de
tiempo muy corto y con pocas tropas las ciudades más importantes de Apulia; con
ello Bizancio volvía a tomar píe en el territorio italiano y toda la región
comprendida entre Ancona y Tarento reconocía la soberanía del emperador
bizantino.
El éxito alcanzado superó las
expectativas más optimistas y dio nuevos rumbos a la política de Manuel. La
restauración del Imperio Romano, objetivo final y supremo del Imperio
Bizantino, parecía hacerse posible. Ya Juan II había escrito (1141) al Papa
Inocencio III que había dos espadas; él quería mantener la espada terrenal,
mientras que la espiritual deseaba que la tomara el Papa para de esta forma
restaurar la unidad de la Iglesia cristiana y fundar el dominio universal del
único Imperio Romano. Ahora debía de llevarse este programa a la práctica. Se
trataba de hacer realidad los antiguos e imborrables anhelos del bizantinismo y
de restaurar, con la ayuda del Papa y a cambio de la unión de las Iglesias, el
Imperio Universal de Justiniano y de Constantino.
Pero si bien es cierto que la obra
restauradora de Justiniano no había sobrevivido mucho tiempo, el intento de
restauración emprendido por Manuel fracasó apenas se dio el primer paso. La
desproporción entre las metas que se fijó el emperador y las posibilidades
reales de las cuales disponía era aún mucho mayor en este momento que en la
época de Justiniano. Y mucho más fuerte era la resistencia que ofrecía el mundo
circundante. La complicada constelación de Estados europeos que se había
formado no permitía la fundación de un Imperio universal. Todas las potencias
interesadas en Italia se aliaron contra el emperador bizantino. El desembarco
en Ancona y el éxito inicial de la ofensiva bizantina convirtieron no sólo a
Federico en un enemigo abierto del emperador bizantino. Venecia, antiguo aliado
del Imperio contra los normandos y los húngaros, también se sintió amenazada
por el establecimiento bizantino en Italia y se separó del emperador bizantino.
El rey normando Guillermo I preparó rápidamente un contraataque: en 1156 infringió
a los bizantinos una grave derrota cerca de Brindisi y muy pronto todo el
territorio reconquistado cayó nuevamente en sus manos. Así quedó demostrada la
debilidad innata de las posiciones bizantinas en Italia, basadas más en dinero
y diplomacia que en la fuerza de las armas. Manuel ya no consideró a los
normandos, sino a Federico Barbarroja, como su enemigo principal, y, con la
mediación del Papa, firmaba en el año 1158 un tratado de paz con Guillermo. La
noción del dominio universal continuaba obsesionándole y determinando su
política. En la práctica, sin embargo, la firma de la paz con los normandos y
la evacuación de las tropas bizantinas de Italia significaron el final del
sueño bizantino de dominar el mundo.
Cara a los debilitados Estados latinos
de Oriente, Manuel, siguiendo la política de su padre, logró, en cambio,
obtener éxitos considerables. Toros, príncipe armenio que se había establecido
en Cilicia y aliado con Rainaldo de Antioquía, fue
sometido en 1158 y el emperador «lo hizo registrar entre los siervos de los
Romanos». Aún mayor importancia tuvo el sometimiento definitivo del principado
de Antioquía. Su soberano tuvo que reconocer la soberanía del Imperio
Bizantino, comprometiéndose a proporcionarle tropas auxiliares. Además, el
emperador se reservó el derecho de nombrar al patriarca de Antioquía. En señal
de sometimiento, Rainaldo se presentó en el
campamento imperial con la cabeza descubierta, descalzo, los brazos desnudos
hasta los codos, con una soga al cuello y llevando su espada en la mano
izquierda. También el rey Balduino III de Jerusalén hizo una visita al
emperador y se encomendó a su protección. Conforme relata un contemporáneo
bizantino, «llegó presuroso de Jerusalén para visitarnos, abrumado por la
gloria y las hazañas del emperador, y reconoció la soberanía de éste». La
posición predominante del emperador bizantino en el Oriente Latino se manifestó
de manera expresiva cuando Manuel hizo su entrada solemne en Antioquía en 1159.
El emperador montaba su caballo y estaba ataviado con todas las insignias
imperiales; le seguía a gran distancia el rey de Jerusalén, quien se encontraba
a caballo, pero no portaba insignia alguna; por su parte, el príncipe de
Antioquía caminaba a pie junto al caballo del emperador y «tuvo que ocuparse de
los estribos de la silla del emperador». El desfile fue un espectáculo singular
que ilustraba expresivamente la jerarquía de los poderes La catástrofe que
sobrevino a Manuel hacia el final de su gobierno en la guerra contra los turcos
no debería impedirnos dar su justo valor a los grandes éxitos que tuvo su
política en el Oriente Latino. Los difíciles problemas que Bizancio tuvo que
afrontar por la fundación de los Estados cruzados, los problemas que Alejo I y
Juan II habían afrontado durante decenios, parecían solucionados y la hegemonía
bizantina parecía estar establecida. El emperador bizantino dominaba todo el
Oriente y los Estados latinos acosados por los turcos veían en él a su
protector.
Manuel siguió también frente a Hungría
el camino que su padre había trazado, sirviéndose de los mismos métodos al
intervenir, conforme lo había hecho Juan, en las querellas por la sucesión al
trono húngaro. Tan sólo sucedió que su política fue también en este campo mucho
más agresiva y sus metas mucho más altas; como resultado de ella el emperador
creía poder entrever el sometimiento del país y su anexión al Imperio
Bizantino. La muerte de Geza II, ocurrida en 1161, le dio la oportunidad para
inmiscuirse nuevamente en los asuntos húngaros. Manuel apoyó a Esteban IV y
Ladislao en su pugna contra su hermano Esteban III, hijo y sucesor de Geza,
proporcionándoles dinero y armas. A causa de ello se desencadenó una larga
lucha con resultados desiguales. Manuel logró ganar un número considerable de
partidarios en Hungría, particularmente entre una parte del clero húngaro. El
partido contrario intentó ganarse el apoyo del emperador alemán y obtuvo la
ayuda del rey bohemio Vladislav I. El rey de Bohemia,
sin embargo, desde la época de la Segunda Cruzada, en la cual participó al lado
de Conrado, era considerado vasallo del emperador bizantino. Se dejó convencer
a aceptar un cese de las hostilidades e incluso actuó como mediador entre
Esteban III y el emperador Manuel. En 1164 se llegó a firmar un tratado de paz
que prometía ser muy ventajoso para el emperador bizantino: como sucesor al
trono húngaro fue reconocido Bela, hermano de Esteban III, al que se entregaba
como feudo el territorio de Croacia y Dalmacia y al que se envió a l. Fueron
precisas, sin embargo, nuevas luchas para poder extraer ventajas del tratado.
El conflicto bélico estuvo precedido por grandes preparativos militares y
diplomáticos. Un enviado especial del emperador llegó incluso a viajar hasta
Rusia para asegurarse el apoyo de los príncipes de Kiev y de Galic. El éxito obtenido se halló a la altura de los
esfuerzos desplegados: Dalmacia, Croacia y Bosnia, así como la región de
Sirmium, pasaron a formar parte del Imperio Bizantino (1167).
La decisión de Manuel de casar al
príncipe heredero húngaro Bela —quien en Constantinopla había recibido el
nombre de Alejo— con su hija y de convertirlo en su sucesor para, de esta
forma, unir Hungría con el Imperio demuestra la importancia atribuida al
problema húngaro. Como presunto sucesor, Bela-Alejo obtuvo el título de
Déspota; este título, hasta entonces reservado exclusivamente para el emperador
mismo, adquirió a partir de este momento un significado especial, ocupando en
la jerarquía de títulos el puesto inmediatamente posterior al de Basileus y precediendo a los títulos de Sebastocrátor y César El nacimiento de un hijo indujo luego al emperador a abandonar este
plan que había provocado mucho disgusto en Constantinopla. Logró, sin embargo,
instalar en el trono húngaro, una vez muerto Esteban III, a su favorito
Bela-Alejo, asegurándose de esta manera la posibilidad de ejercer su influencia
en Hungría.
Paralelamente a las guerras con Hungría
hubo luchas con los serbios. En su pugna independentista contra el dominio
bizantino, los serbios encontraron apoyo en Hungría. En Rascia las
insurrecciones se sucedían una tras otra. Si bien es cierto que Manuel logró
siempre sofocarlas, no pudo, sin embargo, ponerles fin a pesar de los
constantes relevos de los zupanes que se habían
vuelto desleales. En el año 1166 Esteban Nemanja fue nombrado Gran Zupán de Rascia. También éste, sin embargo, se alzó pronto
en rebelión contra el emperador bizantino e infringió una grave derrota a sus tropas.
Como quiera que sea, los éxitos de Manuel en Hungría provocaron también aquí un
cambio en la situación, ya que arrebataron el apoyo húngaro a los serbios. La
alianza con Venecia se mostró poco efectiva, y cuando el emperador entró en
Serbia en 1172 al frente de un fuerte ejército, Nemanja abandonó una
resistencia convertida en inútil. Tuvo que demostrar su sometimiento de la
misma manera teatral que en su momento tuvo que mostrar Rainaldo de Antioquía, y luego se vio obligado a participar en calidad de rebelde
vencido en la entrada triunfal realizada por el emperador en Constantinopla.
Los retores cortesanos celebraron el sometimiento del
inquieto territorio eslavo con encendidos discursos y se pintaron murales en el
palacio imperial que glorificaban igualmente la victoria del emperador
bizantino sobre el Gran Zupán serbio rebelde. Este,
antecesor de la gloriosa dinastía de los Nemánjidas y
posteriormente fundador de la independencia de Serbia como Estado, se abstuvo
por el momento, dado su aislamiento, de cualquier hostilidad contra el Imperio,
permaneciendo fiel vasallo del emperador Manuel hasta la muerte de éste.
Tal como el ataque bizantino a Ancona
había supuesto el fin de la alianza con Venecia frente a los normandos, también
la anexión de Dalmacia conllevó la disolución de la comunidad de intereses
veneciano-bizantinos frente a Hungría. Por otro lado, la posición especial de
la cual gozaban los comerciantes venecianos en el Imperio significaba una carga
insoportable para el comercio bizantino. Manuel intentó consolidar las
relaciones con las otras ciudades de la costa italiana, firmando en 1169 un
tratado con Génova y en 1170 otro con Pisa. En consecuencia, las relaciones con
Venecia se fueron deteriorando más y más hasta que en el año 1171 sobrevino la
crisis. En un solo día, el 12 de marzo —y esto demostró cuán minuciosamente se
había preparado esta medida y cuán eficiente era el aparato estatal de
Bizancio—, todos los venecianos que se encontraban en el territorio nacional
fueron detenidos y sus bienes, barcos y mercancías confiscados. El contraataque
veneciano no se hizo esperar mucho. Una poderosa flota atacó la costa bizantina
y saqueó las islas de Quíos y Lesbos. A consecuencia de ello se entablaron
largas negociaciones que, al parecer, no tuvieron éxito, ya que las relaciones
entre Bizancio y Venecia quedaron interrumpidas durante todo un decenio.
A pesar de los brillantes éxitos
obtenidos en el Oriente latino y en Hungría, el aislamiento del Imperio
Bizantino se manifestaba cada vez con mayor claridad, y hacia fines de los años
setenta la posición de Manuel empezó a debilitarse en todos los frentes. Las
esperanzas puestas en una acción conjunta con Roma se revelaron como vanas:
para lograr una unión de las dos Iglesias se carecía en ambos lados de las
condiciones previas indispensables y era el partido del clero el que en todas
partes —Venecia, Dalmacia, Hungría— se oponía al emperador. En Occidente el
recelo contra los griegos cismáticos era inextinguible y, paralelamente, en
Bizancio la aversión contra los latinos era invencible. Nicetas Choniates traduce el sentir general de los bizantinos
cuando dice; «Los malditos latinos codician nuestros bienes y quisieran
aniquilar nuestra raza... Entre nosotros y ellos hay un abismo de odio, no nos
podemos unir con ellos, y en todo discrepamos completamente». Inagotable en la
búsqueda de nuevas posibilidades, Manuel apoyó la alianza de las ciudades
lombardas en su lucha contra Federico Barbarroja con ricos subsidios. Pero
también esta arma le fue quitada de la mano al celebrarse el tratado de Venecia
(1177) que ponía fin a la guerra contra la Liga Lombarda y que condujo a la
reconciliación del Papa con el emperador Federico I. Después de terminado el
cisma occidental, que Manuel había sabido aprovechar con gran habilidad, se
desvanecieron las últimas condiciones que favorecían una alianza entre el Papa
y Bizancio.
Igual que Manuel, quien en cada enemigo
de Barbarroja veía un amigo, así también Federico I buscaba el contacto con los
enemigos del emperador de Bizancio. Desde 1173 mantenía relaciones con el
sultán Kilij Arslán de Ikonium.
La posición predominante que Manuel se había ganado en el Oriente latino
también le aseguraba a Bizancio por largo tiempo una posición fuerte frente al
sultanato de Ikonium, Aprovechando hábilmente los
antagonismos existentes entre los potentados selyúcidas y logrando ciertos
éxitos militares en Asia Menor, el emperador supo consolidar su supremacía. En
el año 1162 el sultán Kilij Arslán había pasado tres
meses en Constantinopla y mediante un pacto se había comprometido a prestar
ayuda militar y a ceder a Bizancio varias ciudades. Estas promesas no fueron,
sin embargo, cumplidas, y mientras Manuel estaba ocupado en Hungría y en
Occidente, Kilij Arslán logró consolidar su poder en
Asia Menor. El apoyo del emperador alemán alentó su resistencia, y en el año
1175 se produjo la ruptura entre Bizancio e Ikonium.
El año siguiente vio al emperador bizantino reunir un ejército enorme y marchar
contra Ikonium. Pero en los pasos montañosos Myrio Kephalon, en Frigia, le
sobrevino el 17 de septiembre de 1176 una terrible catástrofe: el ejército
bizantino fue rodeado por los turcos y masacrado. El mismo Manuel comparó esta
catástrofe con la derrota que Bizancio había sufrido hacía ciento cinco años en Mantzikert.
El fracaso fue tanto más doloroso por
cuanto coincidía con los reveses sufridos por la política imperial en
Occidente. El prestigio del Imperio Bizantino se encontraba gravemente dañado.
Una carta dirigida por Federico I a Manuel muestra cuán grave fue esta pérdida
de prestigio, ya que en ella Federico, en su calidad de emperador, exigía que
el emperador bizantino, como rey griego, le tributase la sumisión debida. Era
un secreto a voces que la política de Manuel había prácticamente fracasado. El
sinnúmero de problemas en los que se había dejado comprometer y que había
acometido alegremente haciendo alarde de un gran espíritu de acción llegaron,
finalmente, a abrumarle. Es cierto que logró obtener triunfos sobre los Estados
latinos en Oriente, que en Hungría había logrado éxitos brillantes y que
incluso había llegado a ocupar temporalmente un extenso territorio en Italia; a
largo plazo, sin embargo, no le era posible defender sus posiciones en todas
estas regiones y al mismo tiempo practicar una política ya no activa, sino
decididamente agresiva en todo el ámbito de Europa y Asia Menor. En todos los
frentes sufría ahora duros reveses. Su posición de fuerza en Oriente estaba
socavada, había sido expulsado definitivamente de Italia y se encontraba
agotado y en un completo aislamiento frente a la coalición enemiga de las
potencias occidentales.
Las consecuencias internas de los
desmesurados esfuerzos realizados fueron aún más graves que las sufridas en la
política exterior. Los sacrificios que las grandiosas empresas y constantes
guerras exigían eran muy superiores a las fuerzas y a los recursos de que el
Imperio Bizantino de aquel entonces disponía. Desde el punto de vista económico
y militar, el Imperio se encontraba completamente exhausto. Ciertamente, Juan
II había tenido el intento de restablecer sobre una base nueva las antiguas
posesiones de campesinos soldados, que habían sido los principales pilares del
poderío militar en el antiguo Imperio Bizantino. Después de vencer a los
pechenegos hizo asentar dentro del territorio del Imperio a los prisioneros,
incorporándoles a la casta militar y, a su vez, después de la victoria sobre
Serbia, también los prisioneros serbios fueron asentados en la región de
Nicomedia: unos como stratiotas, otros como
contribuyentes. Manuel siguió este ejemplo haciendo asentar guerreros serbios
dentro del territorio del Imperio —cerca de Sárdica. También conforme al
tratado de paz celebrado con el rey húngaro Geza II, mantuvo diez mil
prisioneros húngaros, sin duda alguna para convertirlos igualmente en stratiotas bizantinos La creación de nuevos bienes
militares y la inmigración de nuevos campesinos-soldados —aunque foráneos—
significó un regreso a la fuerte organización militar de la época medieval de
Bizancio. Pero esta inmigración no era suficiente para satisfacer las
acrecentadas necesidades militares de la época. La cesión de territorios en pronoia, que comprometía al beneficiario a prestar servicio
militar, también aumentó grandemente durante el gobierno de Manuel. A menudo se
dieron tierras en pronoia también a occidentales y se
les adjudicaron campesinos bizantinos como parceros.
El gobierno de la nobleza militar
fomentó y favoreció la gran propiedad, en especial laica. Mediante un chrysóbulo de marzo de 1158, Manuel prohibió a los
monasterios de Constantinopla y de la vasta región circundante cualquier
aumento de sus posesiones territoriales. Al mismo tiempo decretó que las
propiedades otorgadas tan sólo podían ser vendidas a personas de rango
senatorial y a representantes de la clase de los stratiotas,
es decir, a los pronoiarios. Esta significativa
disposición fue repetida en un decreto posterior. Esto no implica, sin embargo,
que sintiera animosidad contra los monasterios. El patrimonio monacal existente
no solamente fue garantizado solemnemente, sino que también fue dotado de los
más amplios privilegios y de derechos de inmunidad. Pero en la rivalidad entre
la propiedad eclesiástica y la propiedad laica apoyó a esta última,
favoreciendo de manera inequívoca los feudos de los magnates laicos y las
tierras gravadas con el servicio de los pronoiarios —posiblemente en primer lugar estas últimas.
Como ya era costumbre, en el ejército
bizantino, además de los pronoiarios, había un alto
número de mercenarios y la población civil se vio obligada a contribuir en
mayor grado a la manutención de las tropas con algunos abastecimientos forzosos
y prestaciones personales. Dada la insuficiencia de los recursos del Estado, se
permitió a las tropas usar su propia discreción y abastecerse de todo lo
necesario a costa de la población. «Los habitantes de las provincias sufrieron
los perjuicios más graves debido a la insaciable codicia de los soldados, los
cuales no sólo les quitaban el dinero, sino también les arrebataban la última
camisa del cuerpo».
Los militares constituyeron la clase
dominante dentro del Estado y se hicieron alimentar por el resto de la
población. La situación había sufrido un cambio radical en comparación con la
época pre-Comneno. En aquel entonces —es decir, en la época del gobierno de la
nobleza civil durante la dinastía Ducas— la gente rehuía el servicio militar:
«Los soldados pusieron de lado sus armas, convirtiéndose en abogados y
juristas». Ahora todos aspiraban a entrar en el ejército: «Todo el mundo quería
ser soldado: unos pusieron de lado su aguja porque, a pesar de hacer grandes
esfuerzos, solamente les procuraba el sustento mínimo; otros dejaron presurosos
a los reclutadores, a los que obsequiaban con un corcel persa o algunas monedas
de oro a cambio de que se les enrolara sin mayores formalidades». En aquel
entonces el servicio militar era la única profesión lucrativa.
El ejército engulló las fuerzas del
Imperio. La población civil cayó en la miseria a causa de los desorbitados
tributos que tenía que pagar. Aumentaron las imposiciones fiscales y los ya
conocidos abusos de los recaudadores (entre los que, para mayor disgusto de los
contribuyentes, ahora también figuraban extranjeros) colmaron la miseria de la
población. En las ciudades muchos habitantes vendieron su libertad para entrar
al servicio de un gran señor y gozar de su protección, lo que en sí no era algo
nuevo en Bizancio. Manuel se opuso a esta práctica y promulgó un decreto que
devolvía la libertad a quienes habían nacido libres y luego se habían vendido
como esclavos; parece incluso que el emperador los redimió con fondos del
Estado, por lo menos en la capital. El hecho de que estratos crecientes de la
población perdieran su libertad, convirtiéndose, si no en esclavos, por lo
menos en siervos, era, sin embargo, consecuencia de todo el proceso de
evolución: incremento de los feudos por un lado y depauperación y endeudamiento
de las clases bajas por el otro. El proceso de feudalización, que marchaba de
victoria en victoria, conducía, sin embargo, en última instancia al
debilitamiento del organismo estatal de Bizancio y socavaba la capacidad de
resistencia del país. Haciendo un supremo esfuerzo, Bizancio aún estaba en
condiciones de ganar ocasionalmente algunas victorias en el exterior, pero
carecía de la fuerza necesaria para soportar reveses y derrotas. A la época de pseudo-esplendor del gobierno de Manuel le siguió muy
pronto el desmoronamiento interior del Estado bizantino.
3.
El intento de reacción de
Andrónico Comneno
La debilidad de que adolecía el
organismo estatal de Bizancio salió a la luz con especial claridad cuando a la
muerte de Manuel ascendía al trono su hijo Alejo II, de doce años de edad, y la
emperatriz viuda María de Antioquía asumía la regencia. La emperatriz favoreció
al Protosebastos Alejo Comneno, sobrino del emperador
muerto, en el que delegó los asuntos del Estado. La elección fue poco
afortunada y entre los restantes miembros de la familia Comneno provocó gran
resentimiento el favorecimiento de este hombre vanidoso e insignificante. El
pueblo detestaba de igual manera a la occidental María y a su favorito. Fue
inevitable que durante esta regencia se acentuaran tendencias latinófilas y el ciudadano bizantino atribuyó a esta
circunstancia el rápido deterioro de la situación exterior e interior. Creció
la indignación contra los latinos, es decir, contra los comerciantes italianos
que se enriquecían en Bizancio y los mercenarios occidentales que constituían
el soporte principal de la regencia. Repetidas veces algunos miembros de la
estirpe Comneno Atentaron derribar al gobierno mediante un golpe de Estado,
pero redas las tentativas fracasaron. Al partido de la oposición en
Constantinopla le faltaba un líder. La decisión estaba en manos de Andrónico Comneno,
primo hermano de Manuel, quien en aquel momento se encontraba en la región
póntica como gobernador.
Andrónico Comneno es una de las figuras
más interesantes de la historia bizantina. En aquel momento tenía unos sesenta
años y había pasado una vida sumamente agitada. Desde siempre sus intrépidas
hazañas y sus aventurados amoríos constituyeron la comidilla del día en
Bizancio. Tenía un carácter atractivo, una brillante erudición, era ingenioso,
elocuente, valiente en el campo de batalla y franco en la corte imperial; fue
el único que se atrevió a oponerse abiertamente al emperador Manuel. Andrónico
y Manuel, desde siempre, habían sido rivales, y probablemente fueron fundadas
las sospechas de Manuel de que su ambicioso primo codiciaba la corona imperial.
Andrónico no reconocía freno alguno, su ambición de poder y su deseo de gloria
eran insaciables, no era escrupuloso en la elección de los medios y no conocía
consideración alguna en la persecución de su fines. Después de repetidas
tentativas de conciliación siempre surgían nuevas discordias. Andrónico,
huyendo del recelo imperial, pasó varios años rodando aventureramente de corte
en corte: era un huésped bienvenido en la corte del príncipe ruso de Galíc y en las cortes de los potentados musulmanes de Asia
Menor. No fue solamente la rivalidad personal, sino también la divergencia
política, la que separó a los dos grandes Comnenos. Andrónico era enemigo de la
aristocracia feudal y adversario acérrimo de la tendencia occidentalizante de
Manuel. Por ello en este momento, cuando se deseaba derrocar a la regencia latinófila de Constantinopla, todas las miradas se
centraron en él.
A su paso por Asia Menor, Andrónico casi
no encontró resistencia. Sus tropas, inicialmente pequeñas, fueron creciendo
gracias a la afluencia de descontentos. En la primavera de 1182 había llegado a
Calcedonia, donde instaló su campamento. El Protosebastos Alejo puso su confianza en la flota, cuya tripulación estaba constituida en
gran parte por occidentales, e intentó cerrar el Bósforo. El Megaduque Andrónico Kontostephanos,
comandante de la marina, se puso, sin embargo, del lado del usurpador, y con
ello la causa de la regencia estaba perdida. En la capital estalló una
revuelta; el Protosebastos Alejo fue arrojado en
prisión y cegado. El odio de los bizantinos contra los latinos se descargó en
una masacre horrible (mayo de 1182). Cegada por la ira, la multitud se abalanzó
sobre las casas de los occidentales residentes en Constantinopla. Sus bienes
fueron saqueados y quienes no habían huido a tiempo fueron masacrados
cruelmente. Era el preludio al régimen que impondría Andrónico Comneno. Este
celebró su entrada en Constantinopla rodeado por el júbilo de la población.
Inicialmente asumió el papel de salvador
y protector del joven emperador Alejo II. Acusados de intrigas contra el Estado
y el legítimo emperador, sus adversarios fueron enviados al cadalso, entre
muchos otros también la emperatriz madre María, cuya sentencia de muerte tuvo
que firmar el joven Alejo mismo. Una vez preparado el terreno de esta forma,
Andrónico se decidió a aceptar la púrpura imperial, supuestamente tan sólo
cediendo a las súplicas de la corte y del clero; en el mes de septiembre de
1183 se hizo coronar como coemperador de su
protegido. Dos meses más tarde el infortunado muchacho fue estrangulado por los
sicarios de Andrónico y su cadáver arrojado al mar. Para cumplir con el
principio de legitimidad, el ya maduro Andrónico se casó con Inés-Ana, hija de
Luis VII, la viuda (con trece años) de su sobrino asesinado.
Al igual que su personalidad, también su
obra como estadista está llena de contradicciones. Aspiraba a regenerar el
Imperio. Se rebelaba contra los males que sus antecesores habían dejado crecer
y buscaba arrancar de raíz la prepotencia de la aristocracia. Puesto que no
reconocía otro método de gobierno que la brutal aplicación de la violencia, su
gobierno se convirtió en una cadena de actos de terror, conspiraciones y
atrocidades. No cabe duda, y hasta sus detractores reconocen este hecho, que
sus medidas llevaron en las provincias del Imperio a una rápida y muy sensible
mejora de la situación. Con mano férrea supo erradicar algunos males que
aquejaban al Estado que ya estaba en su ocaso, males que a los contemporáneos
les parecían incurables. Cesó la compra de empleos. Se escogió a los
funcionarios por su capacidad y se les pagó sueldos adecuados para hacerlos
menos accesibles al soborno. Se luchó sin misericordia contra cualquier tipo de
corrupción. A sus servidores el emperador les inculcó que «o debían cesar de cometer
injusticias o bien debían cesar de vivir». Con estos principios logró incluso
remediar el mayor de todos los males, los abusos que se cometían en la
recaudación de impuestos. Esta circunstancia explica sobre todo la mejora de la
situación que se puede constatar en las provincias del Imperio durante el
gobierno de Andrónico. Pues lo que hacía insoportable las cargas de la
población no eran sólo los tributos que el fisco exigía, sino también, y sobre
todo, los chantajes que cometían sus recaudadores. La enérgica lucha contra los
abusos que se consideraban imposibles de erradicar por sí sola bastó para hacer
más llevadera la situación para la población: dio al sufrido campesinado
bizantino una sensación de seguridad legal que le era completamente desconocida.
«A quien había dado al César lo que era del César ya no se le exigió nada más;
nadie le quitaba, conforme sucedía anteriormente, la última camisa del cuerpo,
nadie le torturaba a muerte. Pues, cual si fuese palabra mágica, el nombre de
Andrónico ahuyentaba a los ávidos recaudadores de impuestos». Produjo también
una gran impresión sobre los contemporáneos la supresión de la costumbre
ampliamente difundida de saquear barcos naufragados. A esta pésima costumbre
—que sus antecesores habían combatido en vano— puso fin Andrónico al dar la
orden de que los culpables fueran colgados de los mástiles de los barcos
saqueados130. Fue su convicción inquebrantable que «no hay nada que los
emperadores no puedan remediar ni tampoco injusticia alguna que ellos no puedan
erradicar con su poder».
Pero en esta conciencia exagerada del
poder radicaba un gran peligro. El gobierno de Andrónico se convirtió en un
régimen de terror. La lucha contra la aristocracia degeneró en una terrible
brutalidad. Los métodos de lucha de que se sirvió —desenfrenados, siempre
violentos y a menudo infames— privaban de base a sus aspiraciones de imponer la
justicia. A la violencia respondió con la violencia. Hubo una incesante
sucesión de conspiraciones. Irritado por la resistencia, el emperador, cuya
irascibilidad y cuyo recelo con el transcurrir del tiempo habían llegado a
dimensiones verdaderamente patológicas, recrudeció sus medidas, lo que, sin
embargo, solamente logró ganarle nuevos enemigos. El Imperio se encontraba en
un estado de guerra civil latente. Se mostró que a pesar de todo sí existían
cosas contra las que el emperador era impotente. Andrónico intentó en vano dar
marcha atrás a la rueda de la historia. La aristocracia feudal ya hacía tiempo
que se había convertido en el verdadero soporte del Estado y de su poderío
militar. No se la podía eliminar, pero su aniquilación por medio de ejecuciones
masivas hizo que los fundamentos de la fuerza militar del Bizancio de aquella
época se tambalearan.
El rigor absoluto con el que Andrónico
combatió la corrupción era saludable. Fracasó, en cambio, en su programa de una
reacción radical. La política antilatina aumentó la
hostilidad que las potencias occidentales sentían hacia Bizancio, y la
política antiaristocrática debilitó aún más a un
Estado que ya estaba de por sí debilitado: cuando se produjo el inevitable
ajuste de cuentas el Imperio fracasó completamente desde el punto de vista
militar y, con ello, la política de Andrónico quedó sentenciada a muerte.
Muy pronto se desvaneció el deslumbrante
brillo de gran potencia erigido por Manuel, y las primeras nubes de la tormenta
que se avecinaba llegaban precisamente de un punto en el que la política de
Manuel parecía haber sido particularmente exitosa: la región serbo-húngara. No
fue en última instancia la autoridad personal de Manuel la que hizo que el rey
húngaro Bela III se mantuviese pacífico y la que impulsara al Gran Zupán serbio Esteban Nemania a
permanecer leal. A la muerte de Manuel estos vínculos personales se fueron
aflojando y la manifiesta debilidad del Imperio, que tanto durante la débil
regencia de la emperatriz viuda María como durante el brutal gobierno de terror
de Andrónico no salía de sus disturbios internos, prometía una tarea fácil.
Bela III se apoderó ya en 1181 de Dalmacia, Croacia y la región sítmica, y con ello todos los frutos de las tan costosas
guerras húngaras de Manuel se podían dar por perdidos. Los frutos de las largas
y agotadoras luchas contra los serbios se perdieron con la misma rapidez, pues
ahora Esteban Nemania logró sin dificultad alguna su
independencia de Bizancio. Al asesinar a la emperatriz María, Andrónico mismo
le entregó el arma al rey húngaro, pues Bela III se presentó entonces como el
vengador de la viuda de Manuel. En el año 1183 los húngaros, aliados con los
serbios, invadieron el Imperio. Belgrado, Branicevo, Nis y Sofía fueron devastadas de tal forma que seis años
más tarde los cruzados encontraron estas ciudades deshabitadas y en parte
destruidas. En su lucha contra Bizancio, Nemanja logró en esta ocasión
asegurar la independencia de su país y aumentar extensamente, a costa del
Imperio Bizantino, su territorio hacia el este y el sur. Al mismo tiempo
extendió su área de dominio a Zeta, la cual, bajo su dirección, se fusionó con
Rascia, conformando una sola entidad territorial y estatal.
En Asia, la tensión interna existente se
tradujo en frecuentes disensiones. Las estirpes de magnates, encabezadas por la
misma familia Comneno, opusieron una resistencia desesperada al régimen de
Andrónico. Finalmente, se llegó al extremo de que Isaac Comneno, sobrino-nieto
de Manuel, consiguiera establecer su propio gobierno en Chipre, separando la
isla del Imperio. A pesar de haberse autotitulado emperador y acuñado su propia moneda, su insolencia quedó impune. El régimen se
contentó con ejecutar cruelmente a aquellos de sus enemigos que habían sido
apresados en Constantinopla. La isla, de vital importancia estratégica, se
perdió para Bizancio. Comenzaba el desmembramiento del Imperio Bizantino.
Pero lo que más afectó al Imperio fue la
invasión de los normandos. Los normandos sicilianos se decidieron, una vez más,
a emprender una campaña de conquista contra Bizancio. En vano Andrónico se puso
en contacto con el poderoso Saladino, el cual desde 1171, tras la disolución del
califato de los Fatimitas, era el soberano de Egipto y quien, una vez muerto su
antiguo señor Nuraldín (1174), había sometido
igualmente Siria. Intentó desesperadamente, no obstante su enemistad con los
latinos, reforzar la posición bizantina en Occidente, reestableciendo las
relaciones con Venecia interrumpidas desde 1171. Igual que en aquel entonces
bajo el mando de Roberto Guiscardo, ahora los normandos también atacaron
primero Dirraquio (junio de 1185). La ciudad fue tomada rápidamente y el ejército
normando se dirigió a Tesalónica. La flota normanda puso rumbo a la misma meta
y ocupó por el camino las islas de Corfú, Cefalonia y Zante. Entonces se vio
que Bizancio, pocos años después de la gloriosa etapa de Manuel, estaba más
debilitado que en los memorables días en los que Alejo I, después de una época
de decadencia desoladora, iniciaba la lucha contra Roberto Guiscardo. Alejo
Comneno supo oponer una resistencia enconada al enemigo cerca de Dirraquio y,
tras la caída de la fortaleza, prosiguió también con ella en el interior del
país: ¡en aquel entonces los normandos ni siquiera llegaron hasta Tesalónica!
Ahora, sin embargo, no encontraron resistencia alguna en su avance y el día 6
de agosto llegaron a su meta. También la flota normanda llegó al puerto de
Tesalónica el 15 de agosto. Se inició el asedio por tierra y por mar. La
defensa de la ciudad fue débil, su abastecimiento insatisfactorio, el
comandante David Comneno se mostró incapaz y las tropas auxiliares enviadas
desde Constantinopla no llegaron a tiempo. La segunda ciudad del Imperio caía
en manos de los normandos el 24 de agosto. La avidez y odio de los vencedores
no tuvieron límites. En la ciudad conquistada se cometieron las mayores
atrocidades. Lo que hacía tres años los griegos habían infringido a los latinos
en Constantinopla fue ahora hecho a los habitantes de Tesalónica, que sufrieron
los más crueles insultos, torturas y asesinatos.
Desde Tesalónica, una parte del ejército
normando se dirigió a fierres, pero el grueso de las tropas marchó sobre
Constantinopla.
En la capital bizantina el ambiente se
volvió cada vez más tenso. El terror practicado por el gobierno se propagaba
con mayor desenfreno aún y el miedo a que la ciudad fuese conquistada por el
enemigo aumentaba constantemente, ya que, después de la toma de Tesalónica, la
conquista de la capital parecía ser cosa de días. La tormenta estalló el 12 de
septiembre de 1185. El último gobernante de la dinastía Comneno sufrió una
muerte horrible: el emperador, que tan sólo pocos años atrás había sido
aclamado como el salvador del Imperio, era ahora bestialmente descuartizado en
las calles de Constantinopla por la enfurecida turba.
4.
El hundimiento
La trágica muerte de Andrónico selló el
fracaso de sus tentativas de reacción. La aristocracia feudal había vencido y
bajo la dinastía de los Angelos no solamente pudo
conservar su poder, sino también aumentarlo. Las fuerzas disgregadoras, en
reacción contra los muchos años de lucha desesperada contra el absolutismo
intransigente de los últimos Comnenos, tuvieron un efecto tanto más
desenfrenado.
Los Angelos no
procedían de las antiguas familias aristocráticas del Imperio. La oscura
estirpe era originaria de Filadelfia y debía su ascenso al hecho de que la hija
menor de Alejo I, Teodora, siguiendo la inclinación de su corazón, contrajo
matrimonio con el hermoso Constantino Angel. Desde
entonces los Angelos, en su calidad de parientes de
la Casa imperial, ocuparon altos cargos, alcanzando especial relieve durante el
gobierno de Manuel I; en la lucha contra Andrónico ya se encontraban en las
primeras filas de la aristocracia bizantina. El azar quiso que la victoria de
la aristocracia entronizase a un miembro de su estirpe.
Isaac II (1185-1195), nieto de
Constantino Angel y de la porfirogeneta Teodora, fue
en todo lo opuesto al autocrático y egoísta Andrónico. Dejó libre de trabas las
tendencias que Andrónico había combatido de forma enérgica y brutal. Los viejos
males que durante el gobierno de los grandes Comnenos habían quedado cubiertos
por el esplendor de la plenitud de poder en el exterior, resaltaron ahora, sin
embargo, descarnadamente, y quedó al descubierto con estremecedora claridad la
podredumbre del organismo estatal bizantino. Ya nadie intentaba frenar el
desgobierno de las administraciones central y provincial: la compra de cargos,
la venalidad de los funcionarios, los chantajes de los recaudadores de
impuestos, tomaron las formas más extremas. Del emperador Isaac II se dijo que
vendía puestos de funcionario tal como se podían vender verduras en el mercado.
Para la celebración de sus bodas, que se festejaron con gran pompa, introdujo
un impuesto especial pata las provincias. Parece que consideró al Imperio que
el destino le había deparado como su propiedad privada y que lo gobernó como un
patriarca rural gobierna su feudo. Durante el gobierno de su hermano Alejo III
(1195-1203), la situación se tornó aún más triste. La población de las
provincias se arruinó debido a las pesadas cargas fiscales, ya que los abusos
de los recaudadores aumentaron y las exigencias del gobierno crecieron. Se
derrocharon sumas enormes en el boato de la despreocupada corte y en los pagos
de tributos a otras naciones, en los cuales el débil gobierno veía un método de
defensa contra enemigos superiores. A pesar de ello, las provincias fueron
constantemente asoladas por los ataques enemigos y las regiones costeras por
las expediciones y saqueos de los corsarios. El Estado estaba en proceso de desintegración
y se encontraba inerme frente a la acción de los piratas. De nada valió que a
veces en determinadas regiones se recaudara tres veces por año los impuestos
para la construcción y equipamiento de barcos. Y mientras la carga tributaria
de la población se volvía constantemente más pesada, los grandes propietarios
influyentes conservaban y aumentaban sus privilegios. Todos los esfuerzos por
parte de los órganos estatales de limitar el constante crecimiento de los
privilegios fueron en vano debido a que el débil gobierno imperial no sabía
defenderse contra las obstinadas demandas de los poderosos, que supieron
siempre imponerse. De la institución de los themas, que antiguamente
constituyera la espina dorsal del sistema administrativo y militar de Bizancio,
sólo había quedado una sombra. A pesar de haberse reducido considerablemente el
territorio del Imperio, Bizancio, en los últimos años del siglo XII, tenía más
del doble de themas que los existentes en la época de la dinastía macedónica.
La administración provincial bizantina estaba desmenuzada en porciones
diminutas que tan sólo por su nombre recordaban a los antiguos themas. Al
crecer constantemente los feudos privados, los órganos administrativos de las
minúsculas provincias necesariamente cayeron en la dependencia de los grandes
propietarios locales. Dada la debilidad del gobierno central, de ahí quedaba
tan sólo dar un paso para que el poder de los gobernadores fuera reemplazado
por el de los señores feudales y para que, de esta forma, surgiesen principados
independientes.
Fue una suerte que el temor al peligro
normando, que había hecho caer a Andrónico, resultara ser exagerado. Debido a
su rapacidad y búsqueda de placeres, el ejército normando se encontraba
desmoralizado y diezmado por enfermedades epidémicas. Debido a ello, el capaz
general Alejo Branas logró vencer al enemigo cerca de Mosinópolis y luego, el día 7 de noviembre de 1185, infringirle
la derrota decisiva cerca de Dimítritsa. Los
normandos se retiraron abandonando Tesalónica y más tarde también Dirraquio y
Corfú. Tan sólo Cefalonia y Zante permanecieron en poder de magnates
occidentales y se separaron definitivamente de Bizancio, Con el otro enemigo
que amenazaba al Imperio durante el reinado de Andrónico, el rey húngaro Bela
III, Isaac Angel celebró un tratado de amistad,
casándose con su hija de diez años, Margarita.
El que el Imperio estuviese seguro por
el lado normando y por el húngaro tuvo un significado tanto mayor por cuanto a
fines de 1185 estallaba una rebelión en Bulgaria. La aparición de los hermanos
Pedro (Teodoro) y Asen no tuvo, en un principio, otro significado que el de que
también en la región de Bulgaria se habían aflojado los lazos de dependencia
directa del Imperio. Conforme había sucedido en otras zonas del Imperio,
también aquí esto se tradujo en reclamaciones territoriales de los magnates
locales. Primero Pedro y Asen reclamaron determinadas tierras en pronoia. La petulante superioridad con la que el gobierno
bizantino rechazó secamente esta reclamación —presentada, por cierto, de manera
poco respetuosa— precipitó los acontecimientos. Los desairados personajes
pusieron en marcha una rebelión en el país —que se encontraba irritado por las
demasiado pesadas cargas fiscales— cuyo resultado final fue la separación definitiva
de Bulgaria del Imperio Bizantino y la fundación de un Segundo Reino búlgaro.
Los doscientos años de gobierno
bizantino habían tenido, tanto en Bulgaria como en Macedonia, el efecto de
debilitar el elemento eslavo de la población, lo que había llevado a que en
esta zona se manifestase no sólo una grecización,
sino también un fortalecimiento de otras etnias a costa de la eslava. En la
región de Tesalónica abundaban los judíos y armenios. La región del Danubio
contaba con numerosos cumanos. Los valacos, antepasados de los rumanos de hoy,
habitaban tanto en la región del Danubio como en Macedonia y Tesalia, la cual
recibió el nombre de Gran Valaquia. En la rebelión desencadenada por Pedro y
Asen tomaron parte importante tanto los cumanos como sobre todo los valacos.
Complicaciones de orden interno
contribuyeron a dificultar aún más la situación del Imperio. El vencedor de los
normandos, Alejo Branas, que había sido enviado
contra los rebeldes, tomó en Adrianópolis la púrpura y se enfrentó al gobierno
de Isaac II. Cayó, sin embargo, en las luchas que se libraron ante
Constantinopla, y en el verano de 1186 el emperador mismo, al frente de su
ejército, entró en Bulgaria. No se podría reprochar a Isaac II una falta de
energía en su lucha contra la rebelión búlgara. Indudablemente, Isaac no fue un
estadista, pero tampoco fue, como suele representársele, un hombre débil o
cobarde. Ciertamente, su gobierno no fue feliz, pero por muy desoladoras que
fueran las circunstancias, el resultado de las guerras normandas y búlgaras
demuestra que bajo su gobierno el Imperio no estaba tan inerme desde el punto
de vista militar como lo estuviera durante la tiranía de Andrónico.
Los rebeldes fueron dispersados y Pedro
y Asen huyeron al otro lado del Danubio. Pronto, sin embargo, regresaron con
fuertes tropas auxiliares cumanas y la lucha resurgió. Rápidamente, Isaac se
enfrentó al enemigo en el mes de octubre de 1186, pero en esta ocasión su
situación era más difícil y tan sólo logró rechazar con grandes pérdidas a las
huestes búlgaro-cumanas. En la primavera de 1187 emprendió una nueva campaña y
dando un rodeo por la región de Sárdica trató de aproximarse a los rebeldes que
estaban refugiados en las montañas. El éxito decisivo, sin embargo, tampoco se
logró alcanzar esta vez, y Bizancio no estaba en condiciones de poder mantener
una guerra de larga duración. Las dificultades se multiplicaban en todos los
frentes. El Gran Zupán Esteban Nemanja de Serbia
apoyó a los búlgaros rebeldes y aprovechó la oportunidad que le brindaba la lucha
bizantino-búlgara para ampliar aún su dominio a costa del Imperio. En Asia
Menor había estallado una revuelta. Así fue como Isaac puso fin a las luchas en
Bulgaria y se decidió por un acuerdo con los rebeldes, quienes le entregaron
como rehén a Kaloján, el hermano menor de Pedro y
Asen.
El tratado de paz significaba el
reconocimiento tácito de la recién creada situación, pues Bizancio cedía el
territorio ubicado entre los Balcanes y el Danubio. Había vuelto a surgir un
reino búlgaro autónomo. Fue probablemente en aquel entonces cuando se fundó el
Arzobispado de Tirnovo y Asen recibió en la iglesia de San Demetrio de Tirnovo,
de manos del nuevo arzobispo búlgaro, la corona de Zar. Se decía que San
Demetrio, después de haber sido tomada la ciudad de Tesalónica por los
normandos, había abandonado la ciudad griega para encaminarse a Tirnovo,
capital del Segundo Reino búlgaro. La época de la hegemonía bizantina en los
Balcanes había pasado a la historia para siempre, pues después de los serbios
ahora también los búlgaros se habían sustraído definitivamente a la esfera de
poder del Imperio, en el cual predominaban además las fuerzas separatistas. La
profundidad de los peligros que esta evolución encerraba se manifestó con toda
claridad cuando Bizancio tuvo la mala fortuna de tener que enfrentarse a una
nueva cruzada.
El Santo Sepulcro había vuelto a caer en
manos de los infieles. Saladino, quien desde Egipto había extendido su poder
sobre Siria, había invadido en 1187 Palestina, infringiendo el 4 de julio una
grave derrota a las fuerzas latinas cerca de Hattin; en ella tomó prisionero al
rey Guido de Lusiñán y el 2 de octubre entraba en Jerusalén. Los soberanos más
destacados de Occidente, Federico I Barbarroja, Felipe II Augusto y Ricardo
Corazón de León, tomaron la cruz. En verano de 1189 Federico I, quien se había
decidido por la vía terrestre que pasaba por Hungría, llegó a la Península
Balcánica. Trató, sin embargo, de llegar a un acuerdo con el emperador de
Bizancio. Ya en otoño de 1188 se había establecido en Nuremberg un acuerdo
sobre el paso de los cruzados alemanes por territorio imperial. Esto no había
supuesto, ni mucho menos, la erradicación de la desconfianza que los bizantinos
sentían. De hecho Barbarroja mantuvo negociaciones no solamente con Bizancio,
sino también con aquellos enemigos del Imperio a través de cuyos países
conducía el camino a Tierra Santa, es decir, con los serbios y con el sultán de Ikonium. Tan inoportuna como resultó la llegada de
Federico a los bizantinos, fue oportuna para los eslavos del Sur. La tensión
inevitable que reinaba entre Bizancio y el emperador alemán suponía una ventaja
para los reinos eslavos. El acercamiento a Hungría, la cual desde hacía
decenios era uno de los pilares de la política serbia del emperador alemán, ya
no era posible, pues recientemente se había aliado con Bizancio, cuyo poder ya
no necesitaba temer. Ahora era el perspicaz Esteban Nemanja quien buscaba el
apoyo del poderoso emperador alemán, y los búlgaros siguieron su ejemplo.
Barbarroja fue recibido con grandes honores en Nis por Nemanja y mantuvo negociaciones, tanto con el Gran Zupán serbio como con enviados búlgaros. Serbia y Bulgaria le ofrecieron el juramento
de vasallaje y una alianza contra Bizancio.
Comprensiblemente, estas negociaciones
provocaron un profundo malestar en Constantinopla. El gobierno bizantino se
lanzó en brazos de Saladino, enemigo acérrimo de los cruzados, y se produjo la
renovación del pacto de alianza que se había celebrado durante el gobierno de
Andrónico I, con el propósito de cerrar el paso de los cruzados alemanes.
Consecuencia de esto fue la agravación de las relaciones bizantino-alemanas.
Federico ocupó Filipópolis —cual si fuese una ciudad
en tierra enemiga—, a raíz de lo cual se inició una alterada correspondencia en
la que no se ahorraron ni reproches ni acusaciones de suma gravedad. Se llegó
al extremo de que Barbarroja decidió, si era necesario, aplastar a Bizancio por
la fuerza de las armas y ocupar Constantinopla. Después de la toma de
Adrianópolis, donde volvió a reunirse con los delegados serbios y búlgaros, su
ejército emprendió la marcha sobre Constantinopla. A su hijo Enrique le ordenó
que se acercara a los muros de la capital bizantina con una flota. Isaac cedió
ante esto y en el mes de febrero de 1190 se celebró un tratado en Adrianópolis
por el que el emperador alemán recibía los barcos necesarios para la travesía,
el envío de rehenes cualificados y la promesa de víveres a bajos precios. Todas
las exigencias de Barbarroja habían sido cumplidas; Bizancio se había tenido
que doblegar ante la superioridad de fuerzas del emperador alemán. En la primavera
Federico I pasó con su ejército a Asia Menor y apresuradamente se dirigió a
Tierra Santa, donde el destino, sin embargo, le impidió llegar.
A Bizancio apenas le afectó la
expedición de los reyes de Inglaterra y de Francia, que habían escogido la vía
marítima hacia Palestina, pues su ámbito de intereses ya no alcanzaba
Palestina. Además, también su empresa fracasó. En la paz de 1192 Saladino
recibió Jerusalén, mientras que las posesiones latinas quedaban limitadas a una
delgada franja de tierra entre Jaffa y Tiro.
Solamente una consecuencia secundaria de esta Cruzada afectó directamente a
Bizancio: Ricardo Corazón de León ocupó Chipre, tomó prisionero a su soberano,
Isaac Comneno, y entregó la isla, primero a la Orden de los Templarios y luego
(1192) al antiguo rey de Jerusalén Guido de Lusiñán. Desde entonces Chipre
quedó en manos de los occidentales.
Después de la marcha y del trágico fin
de Barbarroja, Bizancio recuperó su libertad de movimientos en los Balcanes.
Isaac II emprendió sin demora la lucha contra los búlgaros, que habían invadido
Tracia, y contra los serbios que habían aprovechado la controversia entre los
dos Imperios para volver a realizar conquistas importantes y destruir las
ciudades más importantes de Prizren y Skoplje hasta Sofía. Esteban Nemanja fue derrotado en 1190
junto al río Morava; por un tratado de paz se vio obligado a devolver los
territorios que había conquistado en los últimos años, aunque pudo conservar
sus conquistas anteriores. Parece que la victoria del emperador no fue tan
total como quisieran hacernos creer las fuentes bizantinas. Además, la firma de
un tratado de paz formal significaba el reconocimiento expreso de la existencia
autónoma de Serbia como Estado. El acto fue sellado por la unión conyugal entre
las dos casas soberanas: Esteban, segundo hijo de Nemanja, se casó con Eudocia,
la nieta del emperador, y recibió el importante título de Sebastocrátor.
El matrimonio con una princesa imperial y el otorgamiento del título de Sebastocrátor era una alta distinción, pero, al mismo
tiempo, la incorporación de un príncipe heredero serbio a la jerarquía
bizantina de títulos intentaba expresar la supremacía ideal del emperador
bizantino, es decir, del Basileus y Autocrátor.
Bizancio fue menos afortunada al
reemprender la lucha contra los búlgaros. La gran campaña de 1190 finalizó en
una grave derrota. Si bien los bizantinos penetraron hasta los muros de
Tirnovo, el asedio de la capital, sin embargo, no tuvo éxito y en la retirada
el ejército bizantino fue derrotado en los pasos montañosos de los Balcanes; el
mismo emperador se salvó a duras penas de la muerte. Posteriores tentativas de
eliminar el problema búlgaro tampoco tuvieron éxito y en 1194 los bizantinos
sufrieron otra derrota cerca de Arcadiopolis. El emperador, sin embargo, no
abandonó la lucha. Renovó las relaciones amistosas con la corte del rey
húngaro, que habían empeorado a causa de una incursión húngara en Serbia, para
establecer una alianza con Hungría y emprender una nueva campaña contra
Bulgaria. Apenas empezada la campaña, sin embargo, su hermano mayor Alejo le
arrebató la corona imperial (8 de abril de 1195) y le hizo cegar.
Alejo III (1195-1203), un hombre débil y
ávido de poder, era un producto típico de esta época de decadencia. Debido a
que el nombre de Angel no le parecía lo
suficientemente noble, tomó, tal como si quisiese caricaturizar a los grandes
emperadores Comneno, el nombre de Comneno. Si el Imperio bajo el gobierno de
Isaac II aún había podido, por muy podrido y desgastado que estuviera, resistir,
ahora perdió su última capacidad de hacerlo. La decadencia interna se hizo más
evidente de año en año, y también en la política exterior el cambio de régimen
producido en 1195 tuvo consecuencias amplias y funestas.
El cambio en el trono tuvo unas consecuencias
de carácter especial en la relación existente entre el Imperio y Serbia. El
padre de la princesa Eudocia, casada en Serbia, se había convertido en
emperador, y esto, sin duda alguna, repercutió en el cambio de gobierno
producido en Serbia, donde al poco tiempo el Sebastocrátor Esteban, yerno del emperador, se apoderó del trono. El día 25 de marzo de 1196,
el anciano Nemanja renunciaba al trono en favor de Esteban y se hacía monje
primero en el monasterio serbio de Studenitsa y luego
en el del Monte Athos, donde su hijo menor Sabbas llevaba ya desde hacía años una vida ascética. Podría parecer que la llegada de
Esteban al poder supondría para Serbia el inicio de una nueva era de influencia
bizantina. Nada de ello, sin embargo, sucedió, pues el impotente Imperio
Bizantino no supo aprovechar la tan ansiada coyuntura. No fue el suegro
bizantino del soberano serbio, sino la poderosa Iglesia romana y su exponente
Hungría, quienes ganaron una influencia decisiva en los subsiguientes años
tanto en Rascia como en Bosnia. El hijo mayor de Nemanja, Vukan,
que se había tenido que conformar con la región de Zeta, se sintió postergado e
inició la lucha contra su hermano confiando en el apoyo de Hungría y de la
Curia Romana.
Abandonado por Bizancio, Esteban buscó su
salvación en la alianza con Roma. Consideraba tan innecesario el apoyo de Constantinopla
que repudió a su esposa bizantina; Vukan, sin
embargo, se le adelantó. Con ayuda de los húngaros expulsó a su hermano del
país y, tras reconocer la supremacía papal y los derechos de soberanía de
Hungría (1202), se hizo cargo del gobierno. Las circunstancias tomaron un
aspecto similar en la vecina Bosnia, donde el Ban Kulin solamente logró salvar su autoridad renegando de la doctrina bogomilita, abrazando la fe romana y poniéndose bajo la
protección de Hungría (1203). Esteban, sin embargo, pronto recuperó su trono,
aunque esto no lo debió, ni mucho menos, a una ayuda bizantina, sino a la de
los búlgaros. Puede reconocerse con toda claridad en el comportamiento adoptado
por el gobierno bizantino en la cuestión serbia cuán rápidamente había decaído
el poder del Imperio. Mientras en el año 1196 Bizancio había estado entre
aquellos que decidían la sucesión al trono serbio, pocos años más tarde se
encontraba completamente marginado en esta cuestión y se veía obligado a
abandonar el país serbio a la influencia romano-húngara.
En un primer momento Alejo III intentó
sustraerse a la lucha con Bulgaria por medio de negociaciones de paz. Pero las
reclamaciones búlgaras eran tan extremadas que las negociaciones fueron
interrumpidas. Volvió a estallar la guerra, que tomó un curso desfavorable para
Bizancio. La región de Serres fue devastada por los búlgaros (1195 y 1196), el
ejército bizantino derrotado y su comandante el Sebastocrátor Isaac Comneno hecho prisionero. Por un lado, su orgullo impedía a Bizancio
buscar un arreglo negociado y, por otro, su debilidad le impedía proseguir la
guerra. Había aún una tercera alternativa: el apoyo a la oposición en el
territorio enemigo. En 1196 Asen cayó víctima de una conspiración de los
boyardos. Su asesino, el boyardo Ivanko, no logró,
sin embargo, conservar el poder en Tirnovo por mucho tiempo, pues la ayuda que
esperaba de Bizancio no llegó debido a los motines que habían estallado en el
ejército bizantino. Tuvo que retirarse ante Pedro y huir a Constantinopla. Pero
también Pedro, quien había tomado la corona imperial en lugar de Asen, caía
asesinado en 1197.
Ivanko fue recibido en Constantinopla con todos los honores
y nombrado gobernador de Filipópolis; posteriormente
incluso se le elevó al cargo de comandante de las tropas imperiales que
luchaban contra los búlgaros. Pronto, sin embargo, el astuto boyardo búlgaro,
en cuyas manos había puesto Alejo III el destino de la lucha bizantino-búlgara,
se apartó del Imperio y formó su propio principado en la región de los Montes Rhodopes. En Macedonia había nacido también otro principado
regional aún más importante; allí el voivoda Dobromir Chrysos se había independizado en un primer momento
en la región de Strynion y posteriormente había
extendido considerablemente su territorio, instalándose en la difícilmente
accesible ciudad de Prosek, cerca del Vardar. Consiguió ser reconocido por el gobierno bizantino,
que le entregó una pariente del emperador como esposa. Al poco tiempo, sin
embargo, Bizancio se vio obligado a tomar las armas también contra él. Dobromir Chrysos, apoyado por el
imperio de Tirnovo, inició las hostilidades contra el Imperio Bizantino,
ocupando una parte importante de la Macedonia occidental con Prilep y Bitola y
llegando incluso hasta Grecia central. Fue solamente por medio de un ardid como
los bizantinos consiguieron atrapar a su ex amigo Ivanko,
después de lo cual su territorio retornó al Imperio. Las oscilantes luchas
contra Dobromir Chrysos, a
cuyo lado se habían pasado igualmente algunos altos comandantes bizantinos,
finalizaron, sin embargo, cuando su principado recayó en el zar Kaloján, incorporándose de esta forma una gran parte de
Macedonia al Imperio Búlgaro. Kaloján (1197-1207),
hermano de Pedro y Asen, que anteriormente había sido un rehén en
Constantinopla, se había convertido en un enemigo peligroso para el Imperio.
Bajo su fuerte gobierno el nuevo Imperio Búlgaro experimentó su primer e
impetuoso auge. Se convirtió en uno de los más importantes factores de poder en
los Balcanes, interviniendo varias veces de manera decisiva en los destinos de
la Europa sudorienta!.
Kaloján aseguró el reconocimiento de Roma a su reino, forjado
en la lucha contra Bizancio. La coronación de Asen por el arzobispo de Tirnovo
no ofrecía las bases legales necesarias para el nuevo Imperio. El derecho a
coronar solamente correspondía a los dos centros universales: Roma y
Constantinopla, y tan sólo la corona enviada desde Roma o Constantinopla tenía
validez legal. No es sorprendente que Kaloján se
dirigiese con su petición a Roma y no al Imperio Bizantino que se encontraba en
proceso de desintegración y con el que estaba enemistado. Así, en vísperas de
la caída de Constantinopla, Roma no solamente había sometido espiritualmente a
Serbia, sino también a Bulgaria, y había extendido su influencia a una gran
parte de la Península Balcánica. Tras largas negociaciones, Kaloján se declaró a favor del reconocimiento de la supremacía papal. El último acto se
desarrolló ya caída Constantinopla: el 7 de noviembre de 1204 un cardenal
enviado a Tirnovo por Inocencio III ungió al arzobispo búlgaro Basilio como
primado de Bulgaria, y un día más tarde coronó a Kaloján como rey.
La manifiesta y cada vez más lamentable
incapacidad de la política bizantina en los Balcanes se debió en alto grado a
que el Imperio se veía amenazado por grandes peligros en Occidente. Su mayor
preocupación era, ya desde hacía muchos años, la relación que mantenía con el
emperador Enrique VI. Enrique tomó posesión de la herencia paterna tras la
muerte de Barbarroja, y en su calidad de esposo de Constanza, la heredera del
trono normando, también recibió, a la muerte de Guillermo II (1189), la
herencia normanda. La resistencia siciliana agrupada alrededor de Tancredo,
sobrino de Guillermo II, estaba apoyada tanto por la curia romana como por
Bizancio, pero después de la muerte de Tancredo perdió terreno. En la Navidad
de 1194 Enrique recibió en Palermo la corona del reino siciliano. Para Bizancio,
la unión de las dos potencias enemigas significaba un peligro mortal. El plan
de Enrique de gobernar el mundo recibía a través de la incorporación de Sicilia
al Imperio alemán una base sólida, y el primer punto de este plan, y el más importante,
era la conquista del Imperio Bizantino. Enrique reclamó en un principio como
herencia de Guillermo II la cesión del territorio situado entre Dirraquio y
Tesalónica, que había sido conquistado por los normandos en 1185 y luego
perdido; además reclamó el pago de sumas elevadas y la participación del
Imperio Bizantino con una flota de guerra en la nueva cruzada que se estaba
planeando. Tras el cambio en el trono bizantino de 1195, la situación se fue
agravando constantemente. Enrique propició una pretensión dinástica al trono de
Constantinopla al casar a su hermano Felipe con Irene, hija de Isaac II.
Presentándose como el vengador de Isaac y protector de la familia del emperador
destronado y cegado, imprimió a sus planes de conquista el sello de un anhelo
de justicia. El intimidado gobierno de Alejo III se esforzó desesperadamente en
calmar al emperador alemán por medio del pago de las elevadas sumas exigidas.
Se comprometió a pagar un enorme tributo anual de 16 centenaria de oro. En todas
las provincias se recaudó un «tributo alemán». Pero a pesar de que se
extendiera al máximo la presión fiscal sobre el país, ya, por otra parte,
agotado, no pudo reunirse la cantidad exigida. Tal era la decadencia de
Bizancio que se tuvo que echar mano de los adornos preciosos de las tumbas
imperiales en la Iglesia de los Apóstoles para poder reunir la suma del tributo
y así comprar el favor de un enemigo claramente superior. El que Enrique se
dignase entrar en negociaciones con Bizancio y el que en un principio se
contentase con exprimir y humillar al enemigo se debió tan sólo a la
intervención del Papa, quien insistió en que el emperador alemán no debía
atacar Constantinopla, sino marchar como cruzado a Jerusalén. Ya que si la
realización del plan alemán de hegemonía universal amenazaba con destruir al
Imperio Bizantino, para el Papado, por su parte, implicaba el peligro de la
constante impotencia, y esto hizo que el Papa defendiese la conservación del
Imperio cismático de Constantinopla. Además, no debe olvidarse que no se
trataba de una renuncia al plan de conquista, sino su aplazamiento. Bizancio ya
se encontraba atenazado, pues los reyes Amalarico de
Chipre y León de la Pequeña Armenia se habían hecho vasallos del emperador
alemán. Pero antes de poder dar el golpe decisivo, la muerte segó la vida de
Enrique VI (septiembre 1197).
La supresión del tributo alemán causó
gran júbilo en Bizancio. El despreciado emperador Alejo Angel Comneno, quien poco antes había pagado impuestos al Imperio alemán y quien,
temiendo por su vida, había arrancado las joyas de las tumbas de sus
antepasados, consideró el momento oportuno para hacer valer a su vez sus
pretensiones de poder universal y ofrecer, imitando el estilo de los grandes
Comnenos, una alianza al Papa entre la única Iglesia y el único Imperio. Pero
la muerte de Enrique VI no significaba más que un corto desplazamiento del ya
inevitable ataque occidental al débil Imperio, cuya debilidad constituía
incluso una invitación al ataque. El golpe de gracia le fue asestado unos pocos
años más tarde desde otro centro.
El Imperio occidental se había
desintegrado, pues mientras Italia se sustraía al dominio alemán, en Alemania
había surgido en la persona de Otón de Braunschweig un rey opositor al hermano de Enrique: Felipe de Suabia. A la hegemonía del Imperio
alemán le sustituyó la del gran Papa Inocencio III, y esto significaba que la idea de la cruzada volvía a pasar al
primer plano de la política occidental cara al Oriente. El plan del Papa era
someter Bizancio no con el poder de las armas, sino someterlo a la Santa Sede
por medio de la unión de las iglesias y hacerle tomar parte en la cruzada junto a la cristiandad occidental.
Junto a Inocencio III, autor espiritual
de la Cruzada, se encontraba, sin embargo, en el centro del nuevo movimiento
cruzado, dominando toda la empresa, la figura poderosa del anciano Dogo Enrizo
Dándolo, cuya meta era dirigir a las fuerzas occidentales contra Bizancio.
Dándolo, que era un gran estadista completamente inaccesible desde el punto de
vista sentimental a la idea de la Cruzada, tenía en la destrucción del Imperio
Bizantino la condición previa e imprescindible para afianzar duraderamente la
hegemonía veneciana en Oriente. Era cierto que Venecia poseía desde los tiempos
de Alejo I amplios privilegios en los territorios y en las aguas bizantinas: ni
Juan II ni Manuel I habían podido zafarse de la pesada carga y también los dos
emperadores de la casa Angel habían conminado
expresamente los privilegios venecianos. Los repetidos intentos de
independencia por parte del Imperio que se doblega a la presión veneciana tan
sólo con el mayor disgusto y los estallidos espontáneos antilatinos que eran testimonio del sentir de la población bizantina, tal como se habían
producido en los años 1171 y 1182, habían creado, sin embargo, una permanente
sensación de inseguridad. La república marítima siempre tuvo que estar en estado
de alerta y cada cambio de gobierno acaecido en Constantinopla obligaba a
exigir de nuevo por la fuerza el reconocimiento de sus privilegios y salir al
encuentro de cualquier intento de independencia con las armas. Por su parte,
las ciudades de Génova y Pisa se habían convertido en peligrosos rivales, pues
Bizancio se había visto obligado por la situación a otorgar a estas nacientes
potencias marítimas vastos privilegios para poder crear de esta manera un
contrapeso a la hegemonía veneciana. Mientras que en Constantinopla siguiese
gobernando un emperador bizantino, Venecia nunca podría estar completamente
segura de su posición de monopolio. La única solución posible parecía ser el
sometimiento del Imperio de Bizancio. Y la mejor oportunidad para hacerlo la
ofrecía la participación en la Cruzada, a la que se debía intentar transformar
en una guerra de conquista del Imperio. Los bizantinos habían permitido que
Venecia les arrebatase el dominio sobre su mar; ahora debían perder igualmente
su territorio. La transformación que sufrió la Cuarta Cruzada, que ha inspirado
numerosas teorías e interpretaciones, al dirigirse contra Constantinopla no
tiene nada de enigmática. Se debió casi inevitablemente a la evolución
precedente. Desde el Cisma de las Iglesias y sobre todo desde el inicio de las
cruzadas había crecido constantemente en Occidente un sentimiento antibizantino. La política agresiva de Manuel cara a
Occidente y la provocante hostilidad que Andrónico había mostrado frente a
todos los latinos contribuyeron a que este sentir se convirtiese en hostilidad
manifiesta. La patente debilidad e impotencia del gobierno bizantino durante la
etapa de los Angelos había hecho, sin embargo, que la
hostilidad contra los bizantinos se convirtiese en planes de conquista. La idea
de la conquista de Bizancio en su calidad de antigua herencia normanda ya había
aparecido cual fantasma entre el séquito de Luis VII; su realización pareció
ser inminente durante la Cruzada de Federico Barbarroja; el heredero de
Barbarroja y de los reyes normandos, Enrique VI, la situó en el centro de sus
planes político. Y ahora que Venecia ponía en la balanza sus intereses
comerciales y de política imperialista, fue cuando la idea se convirtió en
realidad. La progresiva secularización de la idea de la cruzada alcanzó su
objetivo lógico, que era convertir a la cruzada en un instrumento de conquista
que se dirigiese contra el Imperio cristiano oriental. La coincidencia de
determinadas circunstancias facilitó este cambio de rumbo y contribuyó a que
los caballeros cruzados se pusiesen al servicio de los intereses venecianos.
Los cruzados se reunieron en Venecia
para dirigirse en barcos venecianos a Egipto. Pero dado que no podían asumir
los gastos de transporte, aceptaron la proposición del Dogo de suplir el monto
faltante con apoyo armado y así ayudar a la república marítima a conquistar
Zara, que se había aliado con Hungría. De esta forma se produjo la primera
desviación de la meta fijada para la cruzada.
Los cruzados, estando al servicio de
Venecia, marcharon contra la Hungría cristiana a pesar de que el mismo rey
húngaro había tomado la cruz, y en noviembre de 1202 Zara fue tomada por asalto
a pesar de que su población había puesto crucifijos en los muros de la ciudad.
Este preludio puede considerarse todo un símbolo de esta cruzada.
A la primera desviación pronto le siguió
la segunda, que estaba relacionada con la persona del príncipe Alejo Angel, hijo de Isaac II. El joven Alejo había logrado
escapar de la cárcel, en la cual había estado encerrado con su padre cegado.
Marchó a Occidente en busca de ayuda y, tras una infructuosa reunión con
Inocencio III, llegó a la corte de Felipe de Suabia. Felipe, que intentaba por
todos los medios continuar con la política de Enrique VI, se mostró
definitivamente dispuesto a apoyar las pretensiones al trono imperial de
Bizancio de su cuñado. Debido a que no podía, por dificultades internas,
intervenir directamente, entró en negociaciones con los caballeros cruzados y
con los venecianos, a los que trató de ganar para su plan de reponer en el
trono a Isaac II y al hijo de éste. Este ofrecimiento fue acogido
complacientemente por el Dogo y también el jefe de la cruzada, Bonifacio de Montferrat, cuya familia tenía relaciones estrechas con
Oriente, aceptó con alegría la oportunidad de inmiscuirse en los asuntos
bizantinos. Mientras los cruzados invernaban en la ciudad conquistada de Zara,
llegaron mensajeros enviados por el rey alemán y por su protegido y se llegó al
acuerdo deseado por ambas partes. Con la generosidad típica de todo
pretendiente a un trono, Alejo prometió a los cruzados y a los venecianos
enormes sumas de dinero, ofreció la posibilidad de la unión de las Iglesias
para apaciguar al Papa y se comprometió a apoyar activamente otra cruzada una
vez repuesto en el trono imperial. La mayoría de los cruzados se dejó persuadir
por Dándolo y Bonifacio: la tentación era grande y la conciencia quedaba apaciguada
debido a que la cruzada se reanudaría con los elevados recursos financieros
prometidos por el pretendiente al trono bizantino una vez realizada la
expedición contra Constantinopla. Alejo se unió a los cruzados en Zara, y en el
mes de mayo de 1202 se firmó en Corfú el tratado sobre la pactada desviación de
la Cruzada, y ya el 24 de junio apareció la flota de los cruzados ante la
capital bizantina, la «Reina de todas las ciudades».
Después de la toma de Gálata, la cadena
que cerraba el paso al Cuerno de Oro fue destruida y los barcos de los cruzados
entraron al puerto; al mismo tiempo se inició el asalto por tierra de los muros
de la ciudad. A pesar de que los defensores bizantinos y en particular la
guardia varega opusieron una resistencia desesperada,
el 17 de julio de 1203 Constantinopla cayó en manos de los cruzados. El infame
Alejo III había huido llevándose el tesoro y las joyas de la corona. Él ciego
Isaac II fue repuesto en el trono y su hijo Alejo IV, el protegido de los
cruzados, recibió la corona de coemperador.
Aún existía en Constantinopla un
gobierno bizantino, pero su existencia dependía de la merced de los cruzados
que acampaban delante de los muros de la ciudad. Y esta merced no duró mucho
tiempo, sin embargo, pues muy pronto se mostró que Alejo IV no estaba en
condiciones de cumplir las promesas dadas en Zara y Corfú. Entonces se encontró
entre dos fuegos; por una parte, los cruzados y los venecianos exigían el pago
inmediato, rechazando sin piedad sus súplicas de aplazamiento; por otra, la
población bizantina se levantaba contra el emperador que había llamado a los
cruzados, convirtiéndose a sí mismo y a su pueblo en siervos de los latinos. A
fines del mes de enero de 1204 estalló en Constantinopla una rebelión; Alejo IV
no sólo perdió la corona que había adquirido con tantos sacrificios, sino
también la vida. Su padre murió poco tiempo después en prisión. El trono
imperial pasó a Alejo V Ducas Murzuflo, un yerno de
Alejo III por su matrimonio con aquella Eudocia que anteriormente había estado
casada con el rey serbio Esteban.
La tendencia antilatina venció en Bizancio una vez más, pero su triunfo tan sólo aceleró el acto final
de la tragedia. Los cruzados se aprestaron a luchar nuevamente contra la
capital bizantina. Tenía que volverse a tomar por asalto la ciudad, pero esta
vez no con el fin de instaurar un gobierno bizantino, sino con el de fundar un
Imperio propio sobre las ruinas del Imperio de Bizancio. En el mes de marzo los
cruzados y los venecianos celebraban minuciosamente la partición del Imperio a
conquistar y la fundación de un Imperio Latino en Constantinopla. Tras ello se
inició el asalto y lo que debía suceder sucedió: el 13 de abril de 1204, la
capital bizantina sucumbió ante la superioridad numérica de los atacantes. Los
conquistadores entraron en Constantinopla. Así, la ciudad, que desde los días
de Constantino el Grande se había considerado inexpugnable y que había resistido
a los tremendos ataques de persas y árabes, de ávaros y búlgaros, se convertía
entonces en presa de los cruzados y venecianos. Durante tres días hubo saqueos
y masacres en la ciudad. Los tesoros más preciosos del mayor centro cultural
del mundo de aquel entonces fueron dispersados entre los conquistadores y en
parte también bárbaramente destruidos. «Desde que se creó el mundo nunca se ha
hecho en ciudad alguna un botín tan grande», afirmó el historiador de los
cruzados. Incluso los ismaelitas son «más humanos y clementes» en comparación
con los «hombres que llevan la cruz de Cristo en los hombros», anotó el
narrador bizantino. Al reparto del botín siguió el reparto del Imperio, que
consagró su ruina y que relegó a las fuerzas constructivas bizantinas por más
de medio siglo del centro a la periferia.
CAPITULO VII
LA DOMINACION LATINA Y LA RESTAURACION DEL IMPERIO BIZANTINO(1204-1282)
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